NO creo que sorprenda demasiado si confieso que últimamente el nivel del debate político me da un poco de vergüenza y entiéndase el “un poco” como un gesto de generosidad con algunos. Siempre he pensado que la altura de la discusión pública es algo que depende mucho más de los partidos que están en la oposición que de aquellos que tienen la responsabilidad de gobernar. Al fin y al cabo, estos últimos dedican sus esfuerzos a tomar decisiones y a gestionar los recursos públicos con el objetivo de poner soluciones a los problemas de la ciudadanía; siempre hay excepciones, aunque a veces sean más que las estrictamente necesarias para confirmar la regla. Por el contrario, la tarea que tiene encomendada la oposición consiste en contrastar, controlar e, incluso, proponer alternativas para mejorar.

La fiscalización de la labor de quienes gobiernan es relativamente sencilla, podría decirse que es, incluso, cuantificable: si los datos macro mejoran, si los servicios públicos funcionan y si la gente vive bien, han hecho un buen trabajo. Pero ¿cómo valoramos el trabajo de la oposición? ¿En base a qué criterios lo calificamos? No hay manera, es imposible tasar algo tan subjetivo. Si no se puede evaluar, no hay responsabilidad para quien no cumple con sus cometidos. Y es ahí donde llegan los problemas: salidas de tono, descalificaciones e insultos como principales consecuencias de la desesperación por asomar la cabeza. En Euskadi tenemos a unos magníficos exponentes de esto que comento: el PP y EH Bildu.

Los primeros, empeñados en ver tramas corruptas en cualquier parte y obsesionados con explicar a la ciudadanía que ese tipo de prácticas no son exclusivas de su partido. Los segundos, tratando de construir un relato en el que reprochan al lehendakari, supuestamente, no condenar determinadas violencias. Estas acciones, además de éticamente reprobables, son falsas; pero guardan un trasfondo que va mucho más allá. Lo más grave que pueden reprochar a los demás es ser como ellos.