EJA a un lado la melancolía e intenta hacer por un instante un ejercicio de abstracción. Sé que cuesta, pero a lo mejor merece la pena. Acuérdese de aquel día, no hace tanto, en la Supercopa, donde el Athletic iba de corderillo pascual y acabó como un león. Primero se merendó al Real Madrid y después el Barça. ¿Recuerdan el rebote que pilló Leo Messi?, frustrado, impotente y encima con la mácula de sufrir la primera expulsión en su abigarrada carrera futbolística.

El Athletic lograba un título, menor, eso sí, pero, ¡ojo!, dejando en la cuneta a dos colosos del balompié mundial. Si la cosa hubiera parado ahí la afición rojiblanca seguro que aún estaba con regustillo en la boca. Porque ganar a dos gigantes, y de seguido, y teniendo en cuenta las circunstancias (y las circunstancias fueron que los reputados rivales necesitaban una fiesta, aunque fuera pequeña, para atemperar sus respectivas crisis).

Si la cosa hubiera terminado ahí, ¿se imaginan qué feliz estaría aún la parroquia? Si acaso distraída con alguna discusión bizantina, que si la Supercopa no deja de ser una minucia o si en cambio daba para sacar la Gabarra teniendo en cuenta que la barcaza estaba arreglada, lucía pinturera, Madrid y Barça habían mordido el polvo y, para qué nos íbamos a engañar, si no montábamos el tinglado ahora, ¿cuando entonces?

Puede que sea un complejo ejercicio de elipsis, pero igual merece la pena a modo de terapia. Porque el otro ejercicio mental es bastante peor. La paradoja de todo esto es que las expectativas creadas eran tan portentosas que el grado de decepción ha sido directamente proporcional a la ilusión creada.

De repente, la disputa de una Supercopa, casi de seguido, la Copa que estaba pendiente desde hace un año frente a la Real. Y a modo de traca final, un nuevo desafío con el Barça.

Resulta que el Athletic no se veía en una sí desde el 84. Resulta que el Athletic jamás en toda su historia, y mira que es larga, ha proporcionado a los suyos una desilusión semejante como ésta.

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La tristeza de los leones tras el desastre en la Copa

Se trata de un juego que mueve pasiones, pero no deja de ser un juego. Un juego muy especial, con una serie de códigos que a veces toma la transcendencia de los sagrado. El Athletic fue incapaz de competir como dios manda frente a la Real Sociedad en la final más asequible y al hincha se le cayó el alma a los pies.Tras digerir el mal trago y pedir mil perdones, los chicos se prepararon para la siguiente final asegurando con una determinación absoluta que esta vez todo sería diferente. Que eran conscientes de la deuda contraída con la afición. Que al menos morirían en el intento.

Ya conocen la historia. En vez del equipo prometido, todo vigor, casta, determinación y hasta fútbol, salió un grupo temeroso, especulativo, romo en ataque, por los pelos en defensa, que al primer revés se volvió evanescente, desparramándose sobre el césped de La Cartuja como un batido de fresa.

Pero todo esto, con ser ofensivo en función de las promesas, no fue lo peor. Lo peor es que la enorme decepción ocurre en una coyuntura muy especial, en medio de una pandemia atroz, con la gente harta de estar harta, pero cándidamente agarrada al clavo ardiente de la ilusión.

La anormalidad de la vida también se ha llevado por delante la esencia del fútbol. El Athletic disputó dos finales en apenas dos semanas, frente a la Real y el Barça, apareció Felipe VI en el palco y sonó el himno a todo trapo en La Cartuja recreando un escenario fantasmagórico. Ni un silbido, ni una insolencia. El fútbol sin público pierde su sentido y sin embargo detrás sigue palpitando el corazón afligido del hincha.

Durante estos días de libertades cercenadas, vísperas de finales, ganas de celebrar, regañinas policiales y esperanzas frustradas se ha colado otra imagen perturbadora. Posiblemente quedará para la posteridad como símbolo para definir este esperpento. Ya se le conoce como el chico del semáforo. Con el fútbol como pretexto de una borrachera a prisa antes del toque de queda, el mozo se lanzó al vacío quizá con la esperanza vana de ser sujetado por los colegas, o San Gabriel. Tras el morrazo, el joven se levantó rápidamente, quizá para disimular el bochorno, quizá disipado por los efluvios etílicos. Rápidamente fue aclamado por el gentío arrebolado en la calle Poza y aclamado por su torpe hazaña. Horas después, el Athletic perdía contra la Real. Desde entonces, esa imagen ha dado la vuelta al mundo, ha sido repetida con fruición por las televisiones.

Es lo que queda de todo esto.