Hay charcos que son inevitables. Si unimos a un niño, una enfermedad mortal, un equipo médico comprometido y una fría –e imprescindible– gestión de lo público, es difícil escapar del relato de quién es el héroe y quién el villano. Flotaremos a favor de esa corriente emocional, aunque nos ate a sensaciones más que a los hechos. No renuncio a chapotear entre mi admiración por los profesionales que empatizan desinteresadamente y la evidencia de que, ahora, es trabajo reglado y remunerado lo que nació como vocación. Y, como servicio público, lo quiero así; pero habrá que despedirse de los héroes.