Prometí contar mi experiencia en el Jaialdi de Boise y aquí va mi sueño americano. En medio de la inmensidad, descubrí una pequeña Euskadi hecha de recuerdos. Caminar por el Basque Block fue como atravesar un portal: a un lado, el presente americano; al otro, la memoria de aquellos vascos que un día dejaron su tierra buscando trabajo. Pensé que escucharía más euskera. Y me sorprendí de no hacerlo tanto… pero me dije: si aquí, tan cerca, cuesta cuidarlo, ¿qué esperar a 8.000 kilómetros? Entre la multitud conocí a Mari Carmen Urkidi, nacida en Markina. Una mujer luminosa que vive en Boise y que, junto a su hija, sus dos nietas y su perro, disfrutaba de la fiesta. Su hija había aprendido en Kansas el euskera de su madre, y con ella pude conversar en nuestra lengua. En ese momento entendí que las raíces, aunque se estiren, no se rompen. Cumplí mi promesa: lancé uno no, sino más de un irrintzi. Canté, bailé, bebí kalimotxo —hay que pedirlo con acento americano para que te entiendan— y sentí que, aunque estuviera lejos, el alma estaba en casa. Boise me dejó un recuerdo limpio y claro, como su aire. Es una ciudad en la que podría vivir: segura, acogedora y con esa magia que tienen los lugares que guardan historias. He vuelto con el corazón lleno, convencida de que la identidad no conoce distancias y con la idea de regresar.