Vaya por delante que las imágenes del final de la etapa de la Vuelta el pasado miércoles en Bilbao fueron bochornosas. Aquellos que reventaron la llegada en su derecho a protestar contra el genocidio israelí en Palestina, lejos de conseguir el objetivo de que el equipo Israel se retire de la Vuelta –más bien todo lo contrario– lo único que lograron fue en poner en riesgo a los ciclistas y los miles de personas que querían disfrutar del espectáculo, además de privar a todos los aficionados al ciclismo, que en Euskadi son legión, de un final de etapa espectacular.

Dicho lo cual es hora de que alguien tome cartas en el asunto sobre la participación de equipos israelíes en competiciones deportivas, aunque esto no justifica lo ocurrido el miércoles. Cierto es que cuando Rusia invadió Ucrania, la comunidad internacional deportiva reaccionó con una contundencia que fue ejemplar: exclusiones, sanciones, vetos. Se entendió que no se podía separar la política de la pelota, que no había goles inocentes en medio de un bombardeo. También es cierto que cuando se trata de Israel, la brújula moral parece desmagnetizada. La doble vara de medir brilla con los focos de un estadio. En realidad, Israel sigue participando porque aporta audiencia, patrocinadores y negocio, aunque el mensaje que se transmita al mundo sea devastador: no importa lo que hagas siempre que pagues.