Mi ángel de la guarda es un algoritmo. Perdida la inocencia de la infancia y, con ella, aquel protector inseparable que Dios nos había adjudicado a modo de servicio privado de guardaespaldas, nos hemos pasado la vida echando de menos la seguridad que te daba alguien invisible que te guiaba por el buen camino. Lo llevabas pegado al lado derecho (yo siempre lo situé al lado derecho, algo que, ahora que lo pienso, no tenía fundamento alguno) y lo mismo te salvaba la vida quitándote de la trayectoria de un camión que te aliviaba unas anginas. Eso sí, también te miraba fijamente cuando te disponías a cometer un acto impuro y tenías que ponerte de costado para que quedara sepultado bajo la cama. Pero aquel ángel se fue arrastrado por la razón, y no ha vuelto hasta casi ayer, hecho todo un algoritmo que está a tu derecha, izquierda, arriba y abajo. Así, mi nuevo ángel de la guarda sabe que a las nueve salgo a correr y que, tras el calentamiento, mi pulsómetro empieza a subir su conteo, a la vez que las canciones de una play list van pasando de lo melódico a lo metálico. Mi ángel ni siquiera tiene que correr a mi derecha; una aplicación le transmite si subo o bajo, si troto o esprinto, y lo que escucho. Si me paso, eso sí, me avisa. No lo hizo tras la última maratón; supongo que tendrá días libres. Pero me guarda, y guarda mis datos. Así, si por ejemplo fuera hoy a hacerme un seguro médico, me harían rebaja en cardiología, pero me la clavarían en psiquiatría.