HIZO nombre en el desarrollo de las incipientes computadoras, el radar y el sistema de navegación inercial durante la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. Ahí se labró su bien ganada fama el célebre MIT, ligado a la industrialización de Estado Unidos en un principio y con una proyección internacional a lo largo del siglo XX y lo que se lleva corrido del presente. No por nada, William Barton Rogers, geólogo y fundador, quería establecer una institución para hacer frente a los rápidos avances científicos y tecnológicos. Lo logró, dicho sea, con mayúsculas.

Hoy, cuando MIT ha puesto sus ojos en la vieja capacidad de Bilbao, de Bizkaia entera, de afrontar los grandes desafíos de la humanidad (perseguir a los cetáceos hasta la península del Labrador; impulsar e impulsarse con la revolución industrial de entresiglos, renacer de las cenizas cuando se vino abajo aquel efervescente modelo industrial y tantas otras gestas...), un escalofrío de orgullo corre por la espina dorsal de la dorsal. Resulta que la vieja manera de hacer las cosas no envejece: es inmortal. Es inmortal, vienen a decirnos desde el MIT, el oráculo de Delfos de la modernidad.

No es un hito cualquiera. MIT ha visto el futuro antes de que llegase casi desde sus comienzos. Ahora se les oyen profecías expectantes en torno a la bioingeniería, la producción de alimentos artificiales y la irrupción de una energía limpia. ¿Será ese el porvenir sobre el que se levantará la revolución siguiente? Apuesten a que algo de ello habrá. Pero no se trata de aventurarse por ese camino desde esta columna, no. Lo que viene a decirse es que Bizkaia es una de las tierras elegidas por su manera de hacer las cosas, por ese espíritu emprendedor y tenaz, que bien aplicado en el punto exacto, está llamado a perdurar y a agigantarse aún más.