AYER votamos con una ansiedad propia de los tiempos que vivimos donde la incertidumbre del escenario político ya es un reflejo de la vida, ahí donde nada está escrito porque los nubarrones avisan con muy poco tiempo. Pocas veces habíamos vivido unas elecciones casi como un drama, de esos “que viene el lobo”, hay un asesino suelto o se masca una tragedia. Ayer votamos con un estado de ánimo desconocido, lejos incluso del que impulsó a votar masivamente en la CAV tras aquel cuasibeso de tornillo que se dieron Mayor Oreja y Redondo Terreros. Y curiosamente ese estado de ánimo ha pesado en la aparición en la escena de un nuevo partido, cuyo peso específico hoy conocemos. Catalunya, crisis, supremacía moral de la izquierda, legión, bandera y ese respondón “no me toques la moral” que se acaba escupiendo cuando alguien pone en duda si eres socialmente una buena persona. Ese buenismo es solo una parte de la razón de entrada de los ultras en la política española, e independientemente de su tamaño, debiéramos hacernos mirar qué ha pasado para que ya estén aquí poniéndonos nerviosos. El suspense de ayer recuerda a esas películas donde hay una bomba y un temporizador. Solo el final de la escena, vivida con angustia en su metraje, nos dirá si la bomba era un elemento incómodo que consiguió altas dosis de adrenalina o si estallará finalmente dejando a su paso las mismas dosis. Puro suspense. Al margen de los resultados, anoto que puede que hoy sepamos que nada ha sido para tanto en la escena final de la película y que, ojalá, tras la jornada electoral vivida bajo el síndrome de “susto o muerte”, el giro de guion nos dibuje mucha participación y no tanto impacto.