L próximo noviembre se cumplirán cinco años de la muerte de Fidel Castro, que ya había abandonado la jefatura de Cuba en 2008 depositada en manos de su hermano Raúl, hoy nonagenario. Desde la revolución de 1959, por la cúspide del poder cubano han pasado dos generaciones, la de los Castro y la del actual presidente Díaz-Canel, que tiene 61 años. Una parte amplísima de la sociedad cubana solo ha sido coetánea de un Fidel Castro anciano o entrado en años. A la generación que hoy se mueve entre la treintena y los cincuenta, y no digamos a la que capea las actuales carestías en plena juventud, les queda ya muy lejos el año 59. Por más que el sistema busque en su mitificación la supervivencia, el trancurrir del tiempo, incluso con acontecimientos imprevisibles como la covid, acaba poniendo en serias dificultades al inmovilismo. La vida es cambio, y esa ley histórica, más lenta o rápida, pero inexorable, no exime a ningún país.

Las protestas de hace un par de semanas en Cuba han vuelto a poner el foco en la falta de democracia en la isla y de paso, en la continuidad del embargo y hostigamiento estadounidense.

Por su vínculo histórico y carga simbólica, Cuba se ha convertido por estos pagos en una intersección de contradicciones ideológicas, hipocresías y automatismos que quiebran un debate constructivo. Una parte de la izquierda se instala conservadora y hasta cuartelera en cuanto oye hablar de la isla, experta en escurrir el bulto en este preciso caso que le toca ideológica y sentimentalmente. Mientras, esa derecha con dificultades para hablar del golpe de Estado franquista, se erige en adalid de la democratización en la isla. Una derecha laxa con otros países, que esgrime la real-politik por medio mundo, aquí se pone firme, sobre todo cuando habita en la oposición.

Intentando salir de esta dicotomía, hemos puesto el foco en los derechos humanos, por definición universales, y hemos acudido a dos voces expertas. La de la consultora Adriana Ciriza, y la de la portavoz de Amnistía Internacional España, Olatz Cacho.