Permítanme que esta crónica se mezcla con los vientos de la nostalgia. En Deusto, donde ese otro viento del Nervión se cuela por las esquinas como un pianista borracho que busca todavía la última nota, La Fundición ha sido durante décadas una especie de santuario clandestino. Allí entraba uno con la misma ceremonia con que se entra en los viejos cines de verano: empujando una puerta pesada, confiando en que dentro la vida brillara un poco más que fuera. Y muchas veces era así.

En ese rectángulo de penumbra industrial, donde aún flota el olor apagado del hierro y la soldadura, las artes escénicas encontraron una patria provisional. La magia empezaba antes de que los focos se encendieran. Bastaba ver a los técnicos moviéndose con esa precisión de monjes tibetanos que sostienen un secreto del que depende el mundo, o escuchar el murmullo del público que toma sitio como quien se acomoda en un recuerdo prestado. Allí, en La Fundición, cada espectador ha sido alguna vez un amante a punto de declararse, un fugitivo que se esconde, un dios recién caído.

Porque lo que ocurre en ese espacio no es teatro en el sentido estricto, sino la alquimia que se produce cuando un cuerpo decide narrar lo que las palabras no alcanzan. Un gesto que se quiebra, un silencio que se expande, una respiración que de pronto lleva consigo la memoria de todos los que habitaron antes ese mismo suelo gastado. En La Fundición no solo se representan obras: se desencadenan pequeñas tormentas interiores, mareas vivas que suben desde los pies y acaban en los párpados.

Con apenas 70 butacas, esta sala del barrio bilbaino de Deusto se ha convertido, desde finales de los años ochenta, en uno de los espacios más influyentes de las artes escénicas contemporáneas en Euskadi y en el Estado. Un lugar donde la sorpresa forma parte del pacto con el público, donde las compañías independientes se sienten en casa y donde el encuentro –en forma de coloquio, conversación o trago compartido tras la función...– completa la experiencia escénica.

La historia de La Fundición comienza en 1986 en un Bilbao industrial. Fue entonces cuando Luque Tagua, andaluz afincado en Cataluña, y Laura Etxebarria, bilbaina y cofundadora de la Escuela de Teatro de Basauri, decidieron abrir un espacio singular para la creación escénica contemporánea. Se habían conocido estudiando en el Institut del Teatre de Barcelona y habían entrado en contacto con una danza contemporánea que estaba naciendo en lugares como Bruselas, Amsterdam o Nueva York.

Su intención, casi extraterrestre para la ciudad de aquel momento, era conectar Bilbao con esos nuevos circuitos escénicos que pujaban por abrirse paso.

El primer hogar de La Fundición fue un gran loft industrial de 600 metros cuadrados en la calle Ramón y Cajal, antigua sede de Fundiciones Ligeras del Norte, reconvertido en salas de ensayo y de exposición. Sin ayudas públicas en los inicios, las clases de danza permitieron pagar el alquiler y sostener una programación que combinaba artes plásticas y las primeras funciones en Euskadi de compañías internacionales de vanguardia. Aunque ambos fundadores eran también creadores –sus compañías Forros y Puertas Abiertas fueron pioneras de la danza contemporánea en Euskadi...–, pronto decidieron sacrificar sus propias trayectorias artísticas para volcarse en la gestión y la programación y en la construcción de una comunidad abierta de artistas.

Desde ese compromiso, La Fundición se convirtió en un lugar clave para el desarrollo de la escena local. Bailarinas y coreógrafas como Matxalen Bilbao, Begoña Krego, Blanca Arrieta o Mayda Zabala encontraron allí un espacio para crear y encontrarse con el público, al igual que figuras del teatro como Ramón Barea, Felipe Loza o Itziar Lazkano. En 1996, justo un década después de su inauguración, la sala se trasladó a su actual ubicación, también en Deusto, en los bajos de Francesc Macià, 1-3, desde donde ha mantenido una programación estable y continuada durante los últimos 29 años ininterrumpidamente.

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En estas cuatro décadas de trayectoria, en el escenario de La Fundición se han ofrecido ya casi 2.000 funciones de compañías independientes vascas, estatales e internacionales, y se ha apoyado directamente la producción de más de 200 montajes. Creadores que en su momento parecían imposibles de programar en Euskadi (como La Ribot, Angélica Liddell -Premio Nacional de Teatro en este 2025-, Rodrigo García, Mal Pelo, Donna Uchizono o Cesc Gelabert), encontraron allí una ventana abierta. Todo este trabajo de programación y difusión ha sido reconocido con premios como el Max (2007) y dos Ercilla (1994 y 2006).

Pero La Fundición ha sido mucho más que una sala de exhibición. Contribuye de forma decisiva al desarrollo de públicos, con coloquios tras las funciones y un Taller de Espectadores en marcha desde 2014, y ha impulsado la profesionalización del sector con iniciativas en buenas prácticas, redes de colaboración y diálogo con las instituciones. Fue también germen de proyectos como los dos festivales que se gestionan y programan desde la sala: Dantzaldia (Festival Internacional de Danza de Bilbao-Bizkaia), nacido en 2000 y que despliega sus alas cada otoño y Lekuz Leku, que desde hace más de 20 años impulsa la danza contemporánea al aire libre.