Zacarías Lecumberri, el tremendo y sus mil aventuras
Fue hombre de mar y de toros, un tipo que hizo de su célebre arrojo un estilo de vida
Allá donde nacieron los célebres astilleros Murueta en 1943 ya se conocían las andanzas por los mares de un hijo pródigo de la zona, Zacarias Lecumberri. Era uno de los siete hijos de Juan Antonio Lecumberri, propietario del molino Olatxu y un joven de sobrado arrojo, habida cuenta que con doce años de edad, estudiando en los Salesianos de Deusto, dijo a sus padres que su auténtica vocación era la de ser marino. Ya en aquellos años mostraba una gran presencia física y, una vez superada la prueba dispuesta por sus padres – “antes de serlo hazte a la mar y comprueba que te gusta esa vida”, le dijeron...– se hizo capitán de la marina mercante en la vieja escuela de Botica Vieja. Fue uno de los más jóvenes de la época en alcanzar esos méritos y de él ya se decía que era un hombre de arrojo.
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Ese era el destino que parecía aguardarle: convertirse en un lobo de mar. En la ría de Gernika vivió un episodio de contrabando con algodón que le dio nombre. ¿Qué sucedió entonces para que su figura se agrandase en otros campos, para que su nombre llegase a otras cumbres? Cuentan las crónicas de Antonio Fernández Casado en su libro Toreros de hierro que cuando era piloto del barco Nemrod atracó en el puerto de Sevilla, donde llegaban con un cargamento de dinamita de Galdakao (por aquel entonces dicen que le vieron fumar su pipa en la cubierta de aquel barco de peligrosas mercancías...) y que coincidió con la celebración de una corrida de toros en la que participaba el millonario mexicano Segura. Aquel riesgo y la celebridad del torero le envenenaron y Zacarías decidió deshacerse del sextante y arrojarse al duro mundo de las capeas y los tentaderos.
Tras un tiempo de penurias, el ganadero bilbaino Félix Urcola se fijó en él y le hizo debutar, el 24 de octubre de 1909, en la plaza de toros de Indautxu. El éxito fue tremendo, pese a que era más un hombre de arrebatos que de lucimientos. Los viejos cronicones de Madrid recogen una tarde en la que Zacarías encontró un toro que se negaba a humillar en la embestida. Cogió al animal por los pitones y le tumbó mientras le gritaban “¡Vasco troglodita!”.
¿No me creen..? Pregúntenle al escritor Wenceslao Fernández Flórez, quien en su libro Toros, relata una anécdota de su afición por el toreo que no tiene desperdicio. “En cierta ocasión”, decía, “el toro le lanzó como una catapulta contra la barrera. Lecumberri quedó con la cabeza apoyada en las tablas, conmocionado tras el golpe que resonó en toda la plaza, y perdió momentáneamente el sentido.(...) Se levantó y avanzó hacia el toro, a cuerpo limpio. Cuando estuvo frente al animal, Zacarías Lecumberri cerró a puñetazos sobre él. Sí, a puñetazos.” No es extraño, por tanto, que Unamuno dijese aquello de “por lo que me han explicado, pues yo no le he visto torear, torea en vascuence sin traducir”. Y es cierto que sus brindis los hacía en su lengua vernácula.
Pero Zacarias era un hombre inquieto de muchas facetas, arrojado y siempre buscando nuevas sensaciones. El 5 de Noviembre de 1911, no pudo correr en una carrera de motos organizada en Bilbao por socios de la Federación Atlética Vizcaína y el Gimnasio Zamacois, una corrida de toros en Madrid se lo impidió.
En Corella se enamoró de una mujer y los padres de esta, discrepantes, la encerraron en un convento. Y allá que se fue Zacarías disfrazado de peregrino ¡Lástima que le reconocieran! También quiso ser motorista en el gimnasio Zamacois y aviador en la escuela de Vitoria. Acabados los toros, se dedicó de nuevo a la marina. En 1960, a los mandos del Pedro Valdivia en Canarias, preparado para volver a Bilbao para asistir al aniversario del Club Cocherito, tres infartos consecutivos le pasaportaron.