Fue el suyo uno de los grandes apellidos de la villa, si no el más grande entre los siglos XIX y XX. No en vano les hablo de Víctor Chávarri, hombre que nació en 1854 en la calle popularmente conocida como calle del Medio (en la actualidad lleva su propio nombre, calle Víctor Chávarri) y en una familia que ya anunciaba. No por nada, su padre fue Tiburcio Chávarri del Alisal, casado con Natalia Salazar Mac Mahón, procedente de una de las más blasonadas familias de Portugalete. Víctor parecía destinado a ajustar cuentas con su pasado familiar –su padre vino a menos, tras la propiedad de minas de su abuelo...–, debido a su tesón inquebrantable. Pronto se descubrió su necesidad de logro que siempre le caracterizó y que se vio reforzada durante su estancia en Lieja. De aquella experiencia en Lieja, en cuya universidad se graduó como ingeniero de artes y manufacturas (1878), prolongada en Alemania, le quedaron contactos industriales y ganas impetuosas de progresar, de triunfar en Bizkaia, a donde regresó en 1878 comenzando a trabajar para los Ybarra. Sin embargo, pronto se independizó. De Bélgica trajo nuevas ideas para la organización industrial y cierta asunción de riesgo, cualidades que supo aprovecharlas ante la primera oportunidad de negocio que tuvo: la creación de la Sociedad de Metalurgia y Construcciones Vizcaya, en 1882, germen junto con Altos Hornos de Bilbao de la futura Altos Hornos de Vizcaya. La Vizcaya fue una gran fábrica siderúrgica, una de las dos –la otra era Altos Hornos de Bilbao (de la familia Ybarra)– más importantes del País Vasco.
Procedía de una familia blasonada de Portugalete y remontó cierto declive de su padre hasta convertirse en un prohombre
En los pliegues de la memoria industrial de Bilbao, entre el humo de los altos hornos y la lluvia fina que bruñe las fachadas, aparece la figura de Víctor Chávarri como uno de esos personajes que caminaban con paso firme hacia el porvenir mientras aún llevaban adherida al traje la humedad del caserío. Nació en Portugalete en 1854, cuando la ría era todavía una adolescencia de barcos de vela y chirridos de grúa, y creció con la obstinación de quien sabe que el destino no se hereda, sino que se construye a golpe de ingenio.
En aquellos días la modernidad se deslizaba por Europa como un vagón de tren recién engrasado y, de alguna manera, Chávarri supo subirse a él antes de que pasara de largo. Estudió ingeniería en Lieja, donde el humo tenía acentos belgas y los jóvenes con gafas redondas discutían sobre el porvenir del acero como si hablaran del alma humana. De allí regresó con un título en el bolsillo y un brillo en la mirada que, en Bilbao, muchos confundieron con soberbia, cuando en realidad era hambre de futuro.
A su regreso, la margen izquierda de la ría se estaba convirtiendo en un laboratorio de hierro y ambición. Chávarri, con apenas treinta años, se convirtió en uno de sus arquitectos invisibles. Fundó empresas mineras, navieras, bancos, astilleros, y lo hizo con la rapidez y la calma de un jugador de ajedrez que mueve las piezas sin pestañear. Altos Hornos, la Orconera, la Compañía Franco-Belga, todos esos nombres industriales bajo su sombra, como si aquel hombre tuviera la capacidad de convertir cada veta de mineral en un latido económico.
Desde su despacho, no solo dirigía empresas: moldeaba el paisaje, organizaba el dinero y tejía la red que sostendría a la burguesía vizcaina durante décadas. Pero en toda biografía industrial hay una veta sentimental. En el caso de Chávarri, esa veta está en el palacio que mandó construir en Las Arenas, una suerte de fantasía neovasca con torrecillas y cristales que parecía decir, sin decirlo: he llegado. Sin embargo, su vida no fue larga. Falleció en 1900, con apenas 46 años, como si la fiebre del progreso hubiera consumido más rápido de lo debido su propia llama interior.