A semana ofrece hasta tres oportunidades de hablar de fútbol sin salir de las páginas de política. Así como cuando uno cae en una tentación es preferible enlodarse hasta el fondo antes de comprometerse con el propósito de enmienda, así voy a comentar no una ni dos sino las tres historias.

La primera trata del viaje de familiares de jugadores y directivos a las finales de copa. Este caso ilustra hasta qué punto hemos aceptado que el fútbol profesional y su entorno están más allá de las normas generales. La sorpresa con la que los señalados han reaccionado a las críticas es significativa. Las normas sanitarias, según su explicación, son para usted y para mí, son para los trabajadores de la cultura y de los espectáculos, para los hosteleros y los deportistas aficionados, pero no para los familiares de jugadores y directivos a los que se les aplicaría, como a los militares y a los religiosos de tiempos pasados, fuero aparte y jurisdicción propia: los que decida la Federación. La imagen de familiares animando a sus muchachos en Sevilla mientras, por ejemplo, yo no puedo visitar a mi padre que vive a 20 kilómetros es ofensiva. No quiero ni pensar lo que deberían sentir quienes han cerrado sus negocios o han quedado en la calle como resultado de esas normas limitantes que habíamos asumido como necesarias pero que resulta contienen cláusulas de aplicación diferente según grupos de privilegio en cuya cúspide está el fútbol profesional. Cuanta más proyección tiene una actividad más ejemplaridad le debería ser exigible. El efecto desmoralizante de este contraejemplo es desolador y su efecto desvertebrador letal: dinamita la cohesión social cuando más la necesitamos. Los protagonistas -auténticos burladores en Sevilla- deben reconocer el error y pedir perdón de manera tan pública como lo fue el agravio. Las autoridades no pueden mirar hacia otro lado y deben revisar sus capacidades sancionadoras.

La segunda película futbolera ha sido la propuesta de Florentino. Su lamento por el daño que el covid ha producido a los grandes clubes debería resultar insultante para quienes realmente han perdido trabajo o negocio. Las advertencias -secundadas por su rival culé- de que los grandes clubes tienen pérdidas y el sistema de galácticos no es ya sostenible deberían alarmarnos, pero yo las recibo con alborozo, como un primaveral rayo de esperanza que alumbrara la posibilidad de que el fútbol de los megamillonarios y sus escándalos, de las miles de horas de televisión y anuncios, de la colonización de mentes y bolsillos, pudiera agotarse y entrar en crisis. Imagine usted qué sano sería que la alternativa fuera un futbol más modesto, local, familiar y sometido a los límites propios del domingo por la tarde, con sus pasiones frescas y justas.

La tercera historia ha sido la decisión de la UEFA de retirar Bilbao de sus sedes. La presión ejercida para que se rebajen en plena pandemia mundial los estándares sanitarios con el fin de privilegiar al fútbol profesional sobre el resto de actividades es el colmo del mundo al revés. Que sin transparencia ni procedimiento contrastable se castigue a quien aplica con rigor criterios anticovid y se premie a quien promete no hacerlo, es contrario a los principios que las autoridades (locales, autonómicas, estatales y europeas) deben imponer y garantizar. El asunto ya no tiene arreglo. Lo único que cabe, más allá de las reclamaciones jurídicas que correspondan, es estudiar si puede transformarse el daño causado en prestigio de marca país. Me imagino, por ejemplo, una declaración negociada en el parlamento europeo o la asamblea del Consejo de Europa, sin pretensiones altisonantes, sin ruido sobreactuado, con intención política serena pero incisiva, para que los representantes de las naciones europeas se manifiesten sobre las prioridades que este tipo de situaciones se deben primar. Eso sí que sería un bonito gol que aplaudir.