Los bancos centrales han sido noticia indirecta estas semanas por dos circunstancias: el informe sobre Europa elaborado por Mario Draghi (cuyo prestigio procede en buena medida de su actuación como presidente del Banco Central Europeo durante la crisis económica) y el nombramiento de José Luis Escrivá como nuevo gobernador del Banco de España, que dio lugar a una polémica acerca de si se echaba a perder así la independencia de la institución, pero lo que realmente se desaprovechó es la oportunidad de reflexionar acerca de qué significa esa independencia en un contexto nuevo tras las crisis de este siglo XXI.
Decía Paul Krugman que los bancos centrales eran algo aburrido. Cuando irrumpe la crisis económica se convirtieron rápidamente en todo lo contrario, en lugares de decisiones trepidantes, que realizaban rescates a través de operaciones muy poco previsibles, donde nos jugábamos algo más que el entretenimiento. Hasta la crisis financiera se obligaba a los bancos centrales a limitarse a lo suyo y comportarse de acuerdo con unas reglas y mandatos claros que los convertían en guardianes de la objetividad económica y la neutralidad apolítica.
Durante la crisis financiera global, la consiguiente crisis del euro y la pandemia los bancos centrales llevaron a cabo unas intervenciones que suponían una clara ruptura con los modos de gobernanza establecidos en sus mandatos. La Comisión Europea no tenía las competencias necesarias y las que tenían los Estados resultaban insuficientes. Como en otras zonas del mundo, en dichas crisis el Banco Central Europeo intervino con todo su poder y se reveló como la única institución capaz de hacer frente al posible colapso de la Unión Europea.
¿En qué consistía la novedad? Durante mucho tiempo la acción de los bancos centrales se limitaba a la fijación de los tipos de interés y estimular así la economía, lo que se ha vuelto muy poco significativo desde la crisis financiera. Los bancos centrales se dieron cuenta con bastante rapidez de que tenían que adoptar medidas de política monetaria más potentes, como la “expansión cuantitativa” que consiste en generar moneda y ponerla en circulación. Desde aquellas intervenciones los bancos centrales han actuado de manera poco convencional, con instrumentos y en unas dimensiones que eran hasta hace poco impensables y en el límite de sus mandatos. El hecho de que los instrumentos de política monetaria no estén precedidos de ningún proceso de negociación parlamentaria plantea problemas de legitimación democrática que están obligados a resolver sin adulterar su peculiar naturaleza institucional.
Se ha acuñado el término de “capitalismo de los bancos centrales” (Wullweber) para referirse a la transformación del sistema económico y de los sistemas financieros globales en tiempos de crisis: el actual sistema económico no puede funcionar sin una intervención continua y no convencional de los bancos centrales. El aprendizaje que los bancos centrales han de realizar tras la experiencia de las crisis comienza con una cuestión teórica, de diagnóstico. ¿Cómo interpretamos esta era del “bancocentralismo”: como el final del neoliberalismo, como el retorno del Estado o con otras categorías para entender y gestionar esta nueva constelación?
La dicotomía Estado-mercado no nos aclara nada porque lo que se ha fortalecido desde las crisis recientes es su imbricación. La crítica de que los bancos centrales han sacrificado su independencia con sus programas de compra de activos no parece tener en cuenta ni la naturaleza de las crisis que hemos atravesado, ni la nueva constelación entre Estado y mercado. No estamos en una nueva etapa de las relaciones entre Estados y mercados, de la clásica contraposición entre liberales y socialdemócratas, sino en una nueva constelación que ha de ser entendida y gobernada con otras categorías.
Las nuevas intervenciones de los bancos centrales no implican un retorno del poder soberano sino una transformación de la gobernanza del sistema financiero en modo crisis, sin mandato explícito, de manera inusual y con unas nuevas necesidades de legitimación. Lo que ya no funciona es ese reparto del territorio en virtud del cual a los bancos centrales les corresponde una política monetaria decidida conforme a criterios neutrales y apolíticos, mientras que los gobiernos democráticamente elegidos se encargarían de la redistribución. Las intervenciones realizadas por los bancos centrales durante las crisis han puesto de manifiesto que la política monetaria no es en absoluto un asunto apolítico, sino una cuestión profundamente social y democrática. El hecho de que haya cada vez más medidas inéditas que son necesarias para estabilizar al sistema financiero permite aventurar que “los próximos años serán una fase de experimentación para los bancos centrales” (Borio). Esta forma de capitalismo de los bancos centrales suscita muchas cuestiones acerca de su legitimidad y justificación que no hemos terminado de abordar.
La praxis tradicional no planteaba apenas problemas de legitimidad, pero resultaba ineficaz en tiempos de crisis; los modos no convencionales de intervenir han sido eficaces, pero deben ser juzgados con unos criterios más amplios que con el de la simple neutralidad, hasta incluir consideraciones sociales, políticas y democráticas. La neutralidad de los bancos centrales era una construcción política que permitía desplazar las medidas políticamente incómodas a unos tecnócratas supuestamente apolíticos. Hasta la pandemia esto se tradujo en unas medidas de austeridad o de equilibrio presupuestario que prohibían el endeudamiento público, dificultando así la recuperación económica. Con la pandemia se rompe esta limitación fiscal, demasiado arbitraria y demasiado rígida para responder a los desafíos a los que nos enfrentamos. La cuestión que todo esto plantea es hasta qué punto está justificado este permanente “excepcionalismo tecnocrático”, que se tradujo primero en una austeridad limitante y en una expansividad después, pero que compartían un modo de decidir opaco, elitista y cerrado a la justificación pública.
Es en este sentido en el que cabe hablar, por contraste, de una política monetaria democrática. ¿Se puede democratizar el dinero? Lo podríamos conseguir si pensamos el mandato de los bancos centrales con una paleta de valores más amplia que la tradicional fijación en los tipos de interés y que la estabilidad del sistema financiero incluye criterios que no parecen directamente económicos como la sostenibilidad o la inclusión. Que los bancos centrales tengan una independencia respecto del ciclo político no significa que sean neutrales en relación con los objetivos que la sociedad se propone democráticamente. Hay que superar esa versión del principio de independencia como si equivaliera a una posición apolítica, neutral y tecnocrática. Una cosa es que sean independientes respecto de los gobiernos y otra que, debido a los efectos políticos de muchas de sus decisiones, no tengan que justificarlas con argumentos que incluyen valoraciones políticas.
De ahí partirían unas nuevas exigencias de transparencia, justificación y comunicación, que sean compatibles con el hecho de que no son propiamente instituciones electivas. La independencia de los bancos centrales no necesita protegerse mediante una idea esotérica de autoridad. Una cosa es que sean independientes del ciclo electoral y otra que, como instituciones que están al servicio de la sociedad, no tengan la obligación de explicar sus decisiones y justificarlas con algo más que el mero argumento de autoridad.
Catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y titular de la cátedra Inteligencia Artificial y Democracia en el Instituto Europeo de Florencia