UALQUIERA diría que media España ha contenido el aliento en las últimas horas después de que corriera como la pólvora, o sea, en las redes, el estado grave del abuelo de Leonor y su pronto traslado desde su exilio de lujo en el lejano Golfo Pérsico. Lo del rótulo de Leonor fue un escarnio y lo del mal estado de salud del abuelo un infundio. Estas cosas hacen daño a la institución, más si cabe que el blanqueo de capitales, las black reales, las comisiones por el AVE a la Meca o los fondos no declarados a Hacienda. Un periodista radiofónico ha marcado el prefijo internacional y el mismo abuelo de Leonor le ha dicho en la distancia que hace dos horas de gimnasia diarias y que sigue su vida normal. Una foto confirma el buen estado del emérito, entre dos jecazos muy serios a la sombra de una piscina chapoteando en el lujo emiratí. Para la tranquilidad cortesana, el abuelo de Leonor ha dicho que está como un oso y evocamos al malogrado Mitrofán o al mismísimo oso Yogi, que se comía los sándwiches de los demás sin preguntar y no hacía daño a nadie. Pobre. Cuando pensábamos que el abuelo languidecía en el Estoril de los exilios árabes, la exhibición del servicio público se dibuja con la férrea salud del monarca en la sobremesa de bahía natural y privada, lo equiparable a la impagable educación de un colegio inglés. La vida normal del abuelo pasa como la de cualquier adolescente. Y a algunos les da por criticar el estado de bienestar.

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