DICE el director del Zinemaldia, José Luis Rebordinos, que la polémica por la proyección de la entrevista de Jordi Évole a Josu Urrutikoetxea se desinflará muy pronto. Me temo que se trata de la expresión en voz alta de un deseo. Nadie mejor que quien lleva doce años al frente de nuestro festival más internacional para saber que, una vez lanzadas, este tipo de grescas tardan en remitir. Mucho más, si quienes las han echado a rodar y quienes las alimentan son profesionales del barro, como es el caso. Por lo demás, aunque tenga muchísimo mérito y retrate a Rebordinos como la reencarnación del santo Job, su iniciativa de invitar a los sulfurados abajofirmantes a ver la cinta no servirá de absolutamente nada. Primero, porque van a rehusarla y, además, con aspavientos. Y segundo, porque aunque aceptaran, el visionado no les haría cambiar de opinión y menos, públicamente. Llevamos las suficientes renovaciones de carné de identidad como para tener claro que la inmensa mayoría de los integrantes de esa lista de rasgadores de vestiduras deben su conocimiento público y, en muchos casos, sus ingresos a la creación y difusión de este tipo de pitotes.

Claro que, por decirlo todo, en realidad son la réplica perfecta de los censores del otro lado de la línea imaginaria. Sí, porque igualmente sabemos que si la entrevista, en lugar de a quien no quiere ser llamado Ternera fuera a Santiago Abascal (no diré ya a un terrorista de extrema derecha), muchos de esos que defienden ahora mismo la libertad de expresión estarían denunciando un blanqueamiento intolerable y exigiendo por tierra, mar y aire su retirada de la programación.