LOS hombres y mujeres del comercio pasan horas y horas discutiendo, que sí, que no, que quién sabe, y no se deciden a proclamar de una buena vez sus entregadas disposiciones a tal y sus necesidades de cual. Es más, su queja se escucha siempre en un tono de voz más alto que la celebración. Que no sepan que va bien, piensan algunos. Que no te vean el champán. Para no despertar envidias, para no llamar la atención al cobrador de impuestos, para que nadie piense que todo el monte es orégano.

No es esta una diatriba contra la gente del comercio, en su inmensa mayoría pueblo honrado que lo pasa mal porque cambió el modelo al compás que cambiaban todas las respuestas cuando ya se sabían las preguntas que dijo aquel. El comercio es un oficio duro, no tengan duda. Muchos de ustedes, que se dedican a ello lo saben bien. Lo es no hoy, en pleno siglo XXI, sino desde tiempos inmemoriales. El problema de hoy, en esta hora y a esta fecha exacta, radica en lo que les dije: el modelo. Tanto, que si hoy llegásemos a un aula, qué sé yo, de Primero de la ESO y preguntásemos por el significado de la palabra ultramarinos nos llevábamos, más que probablemente, las manos a la cabeza. Es el mismo pueblo al que venden -el mismo del que ellos y ellas forman parte cuando compran...- el que va adquiriendo nuevos hábitos. La compra electrónica, el pago sin dinero en metálico, el traígamelo a casa a tal hora son usos y costumbres de hoy. Ahí sí que puede hacer algo la política: facilitar la integración de los rezagados, ampliar las miras de nuevos mercados cuando el comerciante no tiene posibles, formarles para que los adquieran. Ya sé que a ese viejo arte del buen paño y el buen comercio se le llama, como pidiendo disculpas, artesanía. Es lo que hay. Recuerdo haber leído que ni diez personas iban a los últimos recitales de Blas de Otero. Cuando Blas murió le homenajearon miles. Él no se enteró. Mandaban las apariencias. Como hoy.