LA pálida muerte se avergüenza cuando viene a cobrar su deuda y se encuentra con hombres y mujeres yacentes que ya habitaban en ella tiempo atrás, en vida aún, sin hacerle caso a su heraldo, la eutanasia; se asombra cuando ve que las disputas (la de los centros concertados, por ejemplo...) entran en punto muerto y nadie se emplea en maniobras de resurrección; se asusta cuando encuentra en el camino una manada de malnacidos que se regodean al moverse en el filo de la navaja y graban sus fechorías como si fuesen una diversión; se descojona cuando ve que en el centro de reclutamiento del ejército que ha de hacerle frente, la OPE de Osakidetza, todo está manga por hombro. Ella, que sabe que saldrá siempre victoriosa, se sonroja con el espectáculo que le damos día a día nosotros, la Humanidad.

Le llama la atención que, en casos de vida o muerte, muchos correligionarios de la vida le abran paso a su guadaña. Y también le causa curiosidad ver cómo unos defienden con uñas y dientes la vida de otros que ya tienen, ¿cómo se dice?, todo el pescado vendido. Ella sabe que no visita más que una vez pero contempla, estupefacta, cómo se deja sentir en todos los momentos de la vida que combate. Está perpleja porque lleva siglos y siglos de cosecha a sus espaldas y ve que aún temen su llegada.

El viejo filósofo latino Séneca fue uno de los humanos que la comprendió bien. “No os espante la muerte; o extermina o transforma vuestra existencia”, dijo. Para acérrimos agnósticos y para fervientes creyentes. Para todos valía el consejo.

En resumidas cuentas, una de las verdades más verdaderas de la pálida muerte es el remedio de todos los males; pero nadie echa mano de este recurso hasta última hora.