LOS hay también carpianos, del viento o de lavado, que, sin ser extraños, no son los túneles más comunes. La costumbre en meterse en la boca del dragón y ver la luz allá al fondo, en la salida. Ocurre, no obstante, que no siempre sucede eso porque el sinfín de túneles horadados para la circulación (rodada o ferroviaria, en su inmensa mayoría) no son flexibles ni amoldables a las circunstancias. Lo que quiere decirse es que si yo, Dios me libre, excavo un túnel para una densidad de tráfico equis, qué sé yo, de diez coches por minuto y en los tiempos modernos son veinte los que pasan, los cálculos se me desbaratan.

Sucedió hace no mucho: en torno a 2014. Alguien miró por el ojo de la herradura excavado tiempo atrás y arreglaron lo que quedaba pendiente. Hoy, Europa (hoy, para ser precisos, será en mayo...) ¿qué exige? Carriles de talla ancha, vías de escape por si algo ocurre (un fuego, un derrumbe, qué sé yo...), una iluminación infalible en la oscuridad o en los días de niebla cerrada, ventilación que garantice oxígeno para los pulmones cuando un se ve atascado en el interior y sistemas de vigilancia que den la voz de alerta lo más pronto posible. Esos y otros tecnicismos más. Da un nosequé de alivio saber que la gestión en este campo vale por dos: es decir, que ha sido previsora.

Es posible que los inspectores continentales, ahora que la ley entra en vigor, vengan a revisar el estado de las cosas. Y se alegrarán de que debajo de la alfombra no hay una sola mota de polvo.