ESTA semana hemos visto en torno a Catalunya cosas que no hubiésemos querido, aunque algunas nos las temíamos. Hemos visto incendios del mobiliario público por parte de encapuchados estelados y palizas de ultras enardecidos por el saludo fascista. Hemos visto actuaciones policiales nada mesuradas y agentes agredidos. Hemos visto a la portavoz del PP en el Congreso buscar su fotografía en la plaza Sant Jaume para poder calificar de “antidemocráticos” a los cientos de miles de pacíficos participantes en las protestas contra la sentencia del procés. Hemos visto cómo la convocatoria de huelga general de un par de sindicatos minoritarios -quinto y sexto en representatividad en Catalunya- se alimentaba de ese ambiente en el que nadie sabe dónde empieza el espacio de cada cual cuando todos se encuentran en la calle. Al fin y al cabo, la huelga del viernes se convocó por la derogación de la reforma laboral, por un salario mínimo interprofesional de 1.200 euros en Catalunya y vincular por ley las pensiones al IPC. El totum revolutum permite medrar a quien mejor se adapta. Por eso vimos a la presentadora estrella de las mañanas de Mediaset llamar “mamarracho” a un presidente autonómico electo o a algún medio digital ilustrar las marchas pacíficas con imágenes de cargas policiales de otro día hasta que pudieron dar las de ayer. Podían haber usado una de la agencia Efe con tres jóvenes que acudían juntos hacia las protestas portando banderas esteladas y españolas o a la joven que afirmaba en su cartel “soy catalana, soy española, no quiero la independencia pero rechazo la sentencia”. Esta es la fuerza de una Catalunya transversal y la debilidad de una España invertebrada.