Suele recordarme un compañero –y sin embargo amigo– una reflexión atribuida a Joaquín Sabina sobre la dificultad de hallar a un médico que no te quite esas costumbres de las que menos orgullosos estamos pero más satisfacción nos producen. Ya saben: fumar, beber, trasnochar, comer grasas, etc. Ante los rigores que nos imponen los galenos por nuestra salud, la respuesta debe ser seguir buscando. Al final, algún médico encontrarás que te diga lo que quieres oír y no lo que más te convenga. Esto no es necesariamente cierto, pero encaja a la perfección con la leyenda que se ha labrado la persona en torno al personaje de canalla simpático.
Anduvieron estos días buscando al doctor adecuado desde que Joe Biden admitió, por vez primera, que estaría dispuesto a renunciar a la candidatura presidencial del Partido Demócrata si fuese por recomendación de un médico. Apareció ayer, a la vista del anuncio del vetusto presidente de que no repetirá.
Queda por cerrar una candidatura rejuvenecida –esa es la parte fácil– dispuesta a perder –esa es la difícil y conste que no soy agorero por gusto– frente al mesiánico Donald Trump. Se puede dilapidar la carrera política de uno o una en tres meses, incluso aunque lleve firmada la renovación por otra temporada, como los entrenadores que llegan a equipos descendidos antes de acabar la liga. Así que, quizá habría sido más fácil que el bueno de Joe cumpliera los pronósticos y diera paso luego a la consabida noche de cuchillos largos en el establishment demócrata; se giren facturas por los errores pasados y se prepare para cometer otros nuevos a cuatro años vista. A quien sea, le tocará navegar, tras otra previsible presidencia republicana, los restos del naufragio social del que emergerá Trump con los pies secos entre una multitud de ahogados. Esa prioridad suya de no perder el zapato ni en pleno magnicidio no es casual. Algo sabe.