En tierra de osos, arremetió Froome como un rinoceronte en estampida para protestar por los tres segundos que picaron a Carapaz, líder del Ineos, en Suances, donde el día anterior venció Roglic. Hubo un amago de plante en el pelotón por esa cuestión. Aún está fresca en la postal de la memoria el motín del Giro, cuando los ciclistas obligaron a la organización a recortar una etapa 100 kilómetros por eso de la lluvia, la fatiga y cierto frío. En Villaviciosa no prosperó el boicot. En los bosques de Somiedo, donde los osos dejan huella, todavía queda el rastro de los duelos salvajes de Froome en el Vuelta.

El británico se peleó con Juanjo Cobo, el Bisonte, en una carrera que ganó el cántabro en Madrid, pero perdió años después por asuntos de dopaje. Froome conquistó aquella Vuelta de 2011 en diferido, a través de los despachos. El arcano de la carrera también reporta el duelo entre Contador y Froome en los mismo lugares por las que la Vuelta ruge en Asturias. La Farrapona es el reclamo. El puerto era el ocaso de una jornada que despertó revoltosa, a voces por el cronometraje, y los dientes afilados, dispuestos a hacer presa. En un recorrido con 5.000 metros de desnivel, La Colladona, La Cobertoria y San Lorenzo perfilaban el skyline de la carrera, que coronaba en el vértigo de La Farrapona.

En el coloso asturiano, Roglic y Carapaz firmaron un entente cordial. No hubo duelo. Tampoco había guerra fría. Política de distensión. Empate en la cima de la Vuelta. El líder y su principal opositor reservaron energía para el Angliru que amenaza mañana con su alargada sombra, su puños hirientes y sus rampas eternas, cuestas que no admiten maquillaje ni comedia. En La Farropona, Roglic, rodeado de los porteadores del Jumbo, aplastó la montaña para subir sin agobios. Entre los favoritos nadie tomó riesgos en una cima que holló David Gaudu.

El francés descubrió el sabor de la victoria en su esgrima con Marc Soler, que no tuvo el filo de Lekuberri. Gaudu pudo con él y su felicidad se escuchó entre las montañas majestuosas de Somiedo, donde habitan los osos, acurrucados en las oseras. En ese hábitat Gaudu lanzó su zarpazo y un alarido liberador. El eco de su victoria. Grito su dicha el francés, mientras Soler sorbía la derrota, siempre lacerante, en La Farrapona, el punto de fuga de una etapa que esperaba a los galanes y se decidió entre secundarios.

El trazado era el escenario ideal para encender la carrera al sol. Calor al calor. Las montañas sirven de estufas. Agobio para el cuerpo. En La Colladona, Guillaume Martin, David Gaudu, Bruno Armirail, Tim Wellens, Niklas Eg, Mark Donovan, Michael Storer y Nelson Oliveira se lanzaron a la aventura con el zurrón de la ambición. A Marc Soler se le indigestó la primera cucharada de montaña, le supo mal. Agria. La escupió. El catalán, que venció en Lekunberri tras triturar las rocas de San Miguel de Aralar, se repuso a medida que creció el día. Estiró. Soler tiene crecederas en la Vuelta.

En La Cobertoria, Soler, a temperatura ambiente, no era diésel. Era un tiro. Dejó el grupo de favoritos, donde Roglic y Carapaz compartían segundo y sidecar. Jumbo e Ineos, enemigos íntimos, hermanados en el timón de la carrera. Extraños compañeros de viaje. Un bla-bla car. Soler, valiente, coceando los pedales, accedió a los aventureros. Le esperaba Oliveira. El movimiento del Movistar era de largo alcance. Soler incentivó a Martin para unirse a su causa. El catalán no estaba muy cerca de Roglic, mantiene la distancia social, pero su presencia adelante era un incordio para el esloveno y también para Carapaz, siameses. Soler pretendía el jaque en varios movimientos. Acabó perdiendo la partida.

Después de garabatear en el descenso de La Cobertoria una revuelta, el ochote se zurció en San Lorenzo, un alto con nombre de santo pero con rampas demoníacas. Una carretera al infierno. San Lorenzo fue quemado vivo. Martirizado con una parrilla. El puerto era un balancín del sufrimiento, un calvario. En ese tortuoso deambular por la montaña, Roglic, hiératico, disponía de los mastines amarillos y negros para pastorear la ascensión entre los jerarcas de la carrera.

Nadie quiso moverse, porque cerca de los límites, la herrumbre se produce con apenas un latido de corazón de más. Se imponía el jadeo, las bocas abiertas y la nariz chata del dolor. En San Lorenzo, la bisagra hacia La Farrapona, Soler y los suyos disponían de menos de tres minutos. Los costaleros de Roglic estaban dispuestos a atar con grilletes la afrenta de Soler, la única preocupación para el líder. Los fugados se empeñaban. Se entendían sin necesidad de hablar. La mímica de la esperanza.

Soler busca el título

La aproximación a La Farrapona tenía la cara de fatiga, repleta de arrugas, la piel cuarteada del esfuerzo. Froome se quedó ahí, en una imagen en sepia del pasado. El campeón no es el exuberante muchacho que descubrió las oseras. Roglic quería adentrarse en ese mundo fantástico que varios almanaques antes sedujeron al británico. Vingegaard, Gesink, Bennett y Kuss llevaban en hombros al esloveno. En ese territorio, los ocho eran cinco.

La fuga se encogió entre riscos fastuosos y naturaleza en estado puro. Donovan, Storer, Gaudu, Martin y Soler iniciaron la partida de la desconfianza. También disminuyó el Ineos. Carapaz solo contaba con la barandilla de apoyo de Amador. Chaves se arrodilló en La Farrapona, rodeado de los árboles que amarillean, deslizando sus tonos ocres entre penachos verdes y el gris del asfalto con historia.

La serpiente de La Farrapona, la carretera que asfixia lentamente, a modo de una muerte dulce, silbaba. Soler prefirió bufar. El catalán se hartó de la guerra psicológica. Gaudu se colgó de la percha de Soler. Storer, Martin y Donovan se desconcharon, enfrentados a una carretera infinita, un castigo para la moral. Amador tuvo que dimitir. Carapaz era un solista en el imperio de Roglic, cómodo, rodeado de caras amigas y un ritmo apetecible en el zigzag. Los favoritos parecían muñecos del museo de cera. Inmóviles, temerosos a derretirse y desfigurarse.

Soler y Gaudu subían hombro con hombro en la mesilla de la miseria. Mikel Nieve agitó el avispero entre los mejores para desempolvar la estancia. Soler se desprendió del botellín. Declaración de guerra. Entre los jerarcas pesaba la paz. El entente. Solo Vlasov enseñó la cresta. A Roglic no le alteró el pulso. El corazón, desbocado, bombeaba entre Soler y Gaudu. El francés gritó su alegría en el empate de La Farrapona, donde Roglic y Carapaz sellaron la paz.