Hace unos minutos que las puertas de El Corte Inglés han cerrado y, mientras decenas de personas caminan apresuradamente con la certeza de dirigirse a un hogar caldeado, Baba Senghor se dispone a montar su humilde morada frente a la fachada principal de los grandes almacenes. “Voy a pasar mucho frío, pero no pasa nada. Aguantamos”, afirma en plural este senegalés, conocedor de que no es la única persona que esa noche pernoctará al raso en Bilbao. Según el último recuento, de octubre de 2024, más de 600 personas duermen en las calles de la ciudad. El dispositivo de ola de frío activado estos días permite que muchos encuentren cobijo en los servicios municipales, aunque solo sea durante las noches más gélidas. Sin embargo, por diferentes motivos, no todos acceden a los mismos y sobreviven a inclemencias climatológicas que para la mayoría resultarían insoportables.
“Tengo 36 años. 36 años”, repite al percibir la perplejidad de su interlocutora, que erróneamente ha calculado una edad más cercana a la cincuentena. Sin duda, las durísimas condiciones de la calle provocan un deterioro de la salud y un envejecimiento prematuro perceptible a simple vista. “¿Tú me entiendes?”, emplea como muletilla recurrente, antes de relatar que perdió todos los dientes, por lo que le cuesta vocalizar. “Cuando tengo mucho frío me ataca a la boca, pero aguantamos”, reitera sin querer despertar compasión alguna. “La gente viene y me da comida, no paso hambre. Te lo juro”, expone, aunque en los pocos transeúntes que a esas horas circulan por la céntrica calle comercial solo se perciba una curiosa indiferencia. A pesar de ello, la zona le gusta: “Tiene mucha luz y es segura”.
Baba Senghor no siempre ha dormido en las calles de Bilbao. Hasta hace cinco meses, pernoctaba en el Servicio Municipal de Acogida Nocturna de Uribitarte. “Tengo una pena –como llama a la expulsión– de seis meses, pero me falta poco para volver”, revela el senegalés que, sin eludir su responsabilidad, reconoce que los problemas que ha ocasionado son los que lo han llevado a recibir un castigo a la altura. Desde Bizitegi, asociación encargada de gestionar el citado albergue, confirman que una expulsión de medio año solo se impone por la comisión de una falta muy grave, como perpetrar una agresión o portar armas. “Tuve un problema con otro de los usuarios”, admite Baba, quien si tuviera una noción exacta de los días que le quedan para poder volver, los contaría: “En Uribitarte estoy bien, me puedo duchar y limpiar”.
El suyo se corresponde con el perfil mayoritario de las personas que duermen estos días en las calles de Bilbao: el del joven inmigrante que llegó procedente del continente africano en busca de oportunidades. Baba Senghor recaló en la península en 2008, tras una travesía en patera, con apenas 20 años. “Antes trabajaba en invernaderos, en Almería”, explica el hombre que en 2021 sufrió una agresión muy grave que lo dejó cojo. “Un médico me operó la mano –dice mientras la tiende– y estoy en lista de espera para que me operen de la pierna”, manifiesta antes de señalar sus pertenencias, un torreón de artículos que ha ido acumulando en los últimos meses en los que las mantas se han convertido en su posesión más valiosa. “Si tienes pena, tú pagas. Si no tienes pena, tú esperas porque te llaman”, afirma con pragmatismo sobre la condena de dormir en la calle a la que se ha expuesto por su conducta.
El Arenal
A las 21.41 el termómetro de la plaza Circular marca 5 grados y la promesa implícita de seguir bajando. Los recovecos para guarecerse de las gélidas temperaturas a veces no son tan obvios, pero aguzando los sentidos se perciben signos de vida en sitios insospechados. En los accesos del parking de El Arenal se escuchan murmullos, pero no provienen ni del aparcamiento ni de las escaleras. Un joven se asoma, encaramado, a la estructura de madera, donde a todas luces pasará la noche. Accede a hablar, aunque no quiere que lo fotografíen ni dar su nombre. Lo que en realidad teme es que el resto de “compañeros” –una docena de jóvenes duerme en los accesos al parking– le identifique, aún siendo muy poco probable que vayan a leer el artículo que contiene este relato. La discreción es un valor añadido, debe interiorizar quien a estas alturas sabe que no todo el mundo percibe con la misma piedad a aquellos que duermen en la calle. Y no quiere generar problemas.
Karim Nazer –nombre ficticio– tiene 27 años y es de Marruecos. “Estuve un año durmiendo en San Francisco, en Claret Enea”, explica el joven que cuenta con cita en el Servicio Municipal de Urgencias Sociales (SMUS), pero para abril. “Tengo una espera de cuatro meses solo para poder conseguir la tarjeta de los comedores. Es todo muy difícil. Ahora hay mucha gente en la calle”, explica el marroquí que, con apenas una manta para cubrirse, afirma que no consigue descansar toda la noche. Sin un teléfono en el que pueda contactar con el SMUS, asevera que al día siguiente intentará probar suerte para conseguir una plaza en el “albergue de frío”, como llama a los recursos municipales que se habilitan cuando las condiciones climatológicas lo requieren. “Mira”, demanda al tiempo que extiende unas manos entumecidas, con sabañones.
Más allá de su origen africano, Karim Nazer tiene algo en común con Baba Senghor. Antes de recalar en Bilbao hace dos años, también estuvo trabajando en Almería, en el campo. “Pregunté a otros chicos y me dijeron que en Bilbao había ayuda para estudiar”, explica el joven, que no dudó en comprobarlo. Desde su llegada a la capital vizcaina ha pasado por Peñascal Kooperatiba e Itaka Escolapios. “Tengo dos diplomas, de fontanería y electricidad”, explica antes de evidenciar una de las paradojas más absurdas del sistema para alguien que ha recibido formación en el país de destino: “No he podido trabajar porque no tengo papeles. Me falta poco”.
“Inshallah”, responde el joven, ataviado con una gorra y un fino plumífero y relativamente aseado teniendo en cuenta sus circunstancias, cuando se le anima a tener esperanza y pensar que su situación cambiará pronto. “Yo viajé de Marruecos para trabajar, no para dormir en la calle. Yo también quiero vivir en una casa, ducharme, comida caliente...”, se lamenta Nazer, que está experimentando en sus propias carnes lo dificultad de arrancar un proyecto de vida cuando el único techo que le cubre son los tinglados de El Arenal. A pesar de que Ayuntamiento actuó hace unos meses en las estructuras de madera para evitar que se pernoctara sobre los mismos, los jóvenes se las ingenian para salvar sus cerca de cuatro metros de altura y dormir en el hueco de estos cubículos, ahora invisibilizados, sin llamar la atención. Así es como duermen decenas de personas en diferentes puntos de Bilbao, una ciudad que se ha popularizado por sus recursos de acogida pero que por sí sola no puede solucionar un problema migratorio que excede sus competencias.