Ganas. Ganas de ganar. Dicho con absoluta sinceridad: de ganar de una maldita vez o de una santa vez, al gusto. Ese afán de gloria reconcome y sin embargo nutre el espíritu del Athletic en vísperas de jugar su final de Copa número 42. O una menos, según el criterio de los organismos oficiales que dirigen el fútbol estatal. Da igual, digan lo que digan, son las que son, pero hasta en este detalle, que no es nimio, toca pelear, ir a la contra. Es el destino de un club que se toma el torneo como si fuese algo personal. No porque lo considere de su propiedad, sino porque funciona como el más poderoso detonante de la pasión que un equipo de fútbol es capaz de generar en la gente, en los socios, los seguidores, simpatizantes, aficionados. En la calle, en el pueblo.

Las vísperas del nuevo intento de salir campeones se viven como un empacho en clave rojiblanca. Un alarde de iniciativas destinadas a acaparar espacios, públicos y privados, hasta conseguir que prevalezca la sensación de que en el mundo no hay otra cosa que la final. El termómetro sube, la fiebre se extiende y, a su manera, cada cual se va implicando y realiza su aportación al ambiente. Se trata de un fenómeno social ensayado con frecuencia en los últimos tiempos, pero que remite a fechas lejanas. No en vano, se cumplen casi cuatro décadas desde que el equipo compartiese el trofeo con su entorno en una celebración sin igual que ahora se pretende reeditar.

Hay, por tanto, una larga espera detrás: sería el origen de esas ganas locas. Una espera resignada por el signo adverso de las cinco finales disputadas en el presente siglo: 2009, 2012, 2015, 2020, 2021. Fechas que evocan frustración, pero también orgullo. Nunca ha sido fácil para el Athletic aspirar al título desde que el fútbol ingresó en la modernidad, monstruo insaciable que ha ido minimizando sus probabilidades de éxito, sin miramientos. Los valores recogidos en su filosofía son un argumento emocionante, pero insuficiente para hacer frente a las normas vigentes, orientadas a favorecer el negocio, al poderoso, a los clubes más ricos. Ahí radica la clave de las cuatro finales recientes perdidas, no casualmente, ante el Barcelona.

Bien pudiera ocurrir que haya llegado el momento en que Endika, el autor del solitario gol de aquel bronco partido contra Maradona y compañía que en 1984 acogió el Santiago Bernabéu, ceda su protagonismo después de las incontables entrevistas concedidas muy a su pesar. Las circunstancias que concurren en esta oportunidad invitan a pensar en que, por fin, podrá ceder el testigo, por ejemplo, a uno de los Williams o a Guruzeta, a cualquiera de los hombres de Ernesto Valverde. Lo de menos sería la identidad del afortunado.

No se trata únicamente de un deseo, tampoco de una simple conjetura o una cábala. Pese a que en fútbol nada esté escrito de antemano, el Athletic acude a La Cartuja consciente de que es el favorito. Su trayectoria, los resultados coleccionados a lo largo de la temporada, el juego desplegado, los síntomas que emite el conjunto y, uno por uno, los futbolistas; en definitiva, cualquier indicativo que se quiera pulsar, inclina el pronóstico de su lado.

La reflexión completa se obtiene al constatar que enfrente tendrá un rival inesperado; en este caso, sinónimo de deseable. Sin restar un ápice a los méritos, a la capacidad competitiva y la aspereza que le caracteriza, el Mallorca no fue diseñado para eventos de altos vuelos. Lo confirma su discreto papel en la liga. Llegando a la final, Javier Aguirre ha obrado un milagro. Precisaría otro para salir vencedor a costa de un Athletic que, aparte del nivel que muestra en cada compromiso, no puede equivocarse o fallar en un contexto tan propicio.

Aunque sobre el césped vayan a medirse con el Mallorca, en realidad los rojiblancos se examinan ante la historia. Representan un prestigio labrado en 126 años y un sentimiento compartido por cientos de miles de personas atentas allá donde estén, en Sevilla, en Bizkaia y alrededores, diseminadas por el planeta.

Este partido tiene la facultad de concentrar una significación especial, no hay duda. Es como lo ve la afición, que no ha dejado de soñar (despierta o dormida) desde la exhibición que acogió San Mamés el 29 de febrero, fecha en que el equipo certificó su acceso a la final. Muchos días para darle vueltas y más vueltas al asunto. El depósito de la ilusión se ha desbordado. El Athletic está en condiciones de cerrar un ciclo de cuatro décadas, de saciar sus ganas de ser campeón. Le contemplarían veinticinco títulos coperos.