EN algún momento de la pelea contra el Minotauro se rompió el hilo que me unía a Ariadna, al sol y al mar. Solo una hebra poco más gruesa que un cabello podía sacarme del laberinto. Se quebró. Como una tela de araña que estalla. Como una ramita que cede. Era un vínculo frágil.

Entre mí, la luz y la clara agua de una fuente, el laberinto. No era infinito pero si indescifrable. Así quiso Minos que fuera. Así lo construyó Dédalo. Sin ovillo que seguir, resultaba desesperanzador. Entre mí y un amanecer, el laberinto.

Quise entrar a este infierno para liberar a Atenas del capricho de Creta y su monstruo. A acabar con la ofrenda obligada de siete jóvenes y otras tantas doncellas. Aún recuerdo el instante exacto en el que la oscuridad lo pudo todo y el aroma a salitre de las olas se desvaneció. Cuando el bramido del Egeo, indómito y espumoso, fue sustituido por el silencio y, después, por un zumbido débil y sordo.

Al poco de caminar entre aquellas paredes sudorosas que parecían latir imperceptiblemente, mis ojos adquirieron el poder de descifrar las sombras. Y mis oídos, el de desentrañar los silencios. Escuché el vuelo de los murciélagos, el reptar de los tritones y el laborioso caminar de las escolopendras. Palpé las arrugas de la roca y los surcos del lodo en el piso. Atado a mi hilo, perseveré en el tufo de la bestia hasta que sentí su ronco respirar y el chapoteo de sus pasos.

La lucha se prolongó durante una jornada. O quizá dos. No conozco manera de determinarlo. El monstruo, poderoso, se mostró incapaz de domeñarme. A pesar de que conocía los secretos del combate. Y poseía una fuerza sobrenatural. Por agotamiento, lo fui sometiendo. Ahora pienso que se dejó ir. Que lo quería así. Al final, me tuvo a su espalda y le quebré la cerviz. Con un gesto preciso. Sonó como una roca que estalla. Ni expiró. En un instante fue carne.

Quedé dormido. Derrotado por la victoria. Al despertar, sediento y bañado en magulladuras, no localicé el hilo. Conservaba una pulserita anudada a mi tobillo. Y un palmo de cabo casi transparente, fino y deshilachado. Grité hasta quedarme sin voz. Solo obtuve respuesta del silencio. Pensé en recorrer las galerías en círculo hasta dar con la sirga que me ataba al firme de la vida. Así lo llevé a cabo. Durante horas sin fin. Una hebra en el limo, con teas, imposible. Sin lumbre, una locura.

Siempre retorné a dar con los restos del maldito. Ahora hinchado como un sapo, ahora rígido como los atlantes del templo. Cuando la sed me mataba, improvisé un filtro con la tela de mi vestido para escurrir el lodo. Empecé por cazar murciélagos anidados. Vomité al devorarlos por primera, segunda y tercera vez. Desde la cuarta, me alimenté de ellos hasta que solo quedaron los que descansan a alturas inalcanzables. Ingenié herramientas con sus huesecillos. También con los caparazones de las escolopendras.

Con la fíbula, que ya no necesitaba para sujetar una clámide hecha jirones, desgarré pedazos del cuerpo del Minotauro para poder comer. De este modo inhumano, sobreviví. Pero nada hay más humano que la pervivencia.

Vagué por las grutas. Perturbado. Chillando hasta perder la facultad de la palabra. En ocasiones, corrí hasta estrellarme con la tierra. Otras, me revolqué por el suelo como las viudas que pierden a su primogénito en la batalla. Arañé la roca. Hasta la mordí. La carrera, sin excepción, me conducía hasta los despojos del engendro. Lo dejé mondo. Al final, arrancando cachos con los dedos por la blandura de la carne.

Maldije a los dioses. Me juré regresar del Hades para estrangularlos con mis propias manos. Imaginé a Ariadna penando su ovillo partido. A las gentes de Atenas, atemorizadas, preparando un nuevo sacrificio. La ofrenda de los catorce. Madres devastadas por el destino de quienes salieron de su vientre. Padres embadurnándose los cabellos y las barbas con ceniza. Sacerdotes orando en inútiles sacrificios.

Soñé con el barco que surcaba el piélago rumbo a Creta con los catorce atados en cubierta. Catorce cuerpos cálidos y palpitantes, con la vida estallándoles por cada poro de la piel. Aterrados. Espantados por su futuro. Despertados por la pesadilla de la alimaña deforme. Quizá a sus oídos hubiera llegado el intento de Teseo, que estimaban vano. Y la argucia de Ariadna, que considerarían inútil.

Mi corazón De repente, una chispa alumbró mi corazón. Pequeña, aunque vigorosa: Ariadna. La princesa perseveraría. Era inteligente, astuta y tozuda. Si. Reí. Corrí en los intestinos de la montaña. Caí exhausto. Reí de nuevo. Bramé. Y surcó mi rostro cubierto de barro un llanto de alegría. Desasosegado por el embrujo de la esperanza, dejé de alimentarme. Pero seguí trotando por aquella maraña de pasillos horribles, irregulares, infectos. Mis propias carcajadas me envolvían.

Una mañana, o puede que una noche, me desveló el eco del retumbar frenético de los tambores y el lamento dulce de los pífanos. Me costó reconocerlo. Lo había perdido en la memoria. Distinguí el perfume del incienso. Los lamentos de los catorce, envueltos en maldiciones, distorsionados por la distancia y los recodos.

Me conduje por el olfato. La salvación llegaba. Uno traería el tobillo, o el brazo, anudados a Ariadna, la brisa y la luna. Al principio, caminé rápido. Hasta que me pudo la exaltación de la proximidad cierta. Me sorprendió el olor a brezo, a laurel y olivas que desprendían los cabellos de aquellos jóvenes. Era la promesa del regreso al hogar. Intenté llamarlos para que se tranquilizaran y emití un sonido extraño que no pude modular. Me tropecé con dos, de frente, en un cruce. Uno se desmayó. El otro quiso correr, horrorizado; pero resbaló y se desplomó con la pierna rota. No había hilo. “La bestia, la bestia, la bestia”, se desgañitó el herido. Me pudo la ira y lo estrangulé. Me pudo el hambre y devoré parte de su rostro. En sus ojos vidriosos me vi desnudo, con la melena endurecida por el limo seco y el pecho y las piernas cubiertos de barro, arañazos y bultos resultado de los golpes. Las uñas sin medida. Y desprendiendo un tufo a heces y podredumbre.

Si no traen camino al ovillo los mataré a todos.

Y aguardo a otro Teseo que me despene a mí.