TRAS la conquista castellana en torno a 1200, Trebiño pasó de ser un territorio poblado por gente libre que formaba parte del Reino de Navarra a convertirse en un espacio feudalizado como condado de Castilla. Más de ochocientos años después, las consecuencias de esa feudalización siguen vigentes. Hoy, Trebiño ejemplifica los límites de la autonomía vasca y su impotencia frente al orden constitucional de la nación española. Porque a pesar de la voluntad de la población del territorio por reincorporarse a Araba, expresada reiteradas veces a lo largo de siglos, sigue dependiendo de Castilla/España, que se niega en redondo a que pueda celebrar una consulta o a debatir su futuro.

Con su obsesión autoritaria, que solo admite un proyecto político, el vinculado a su proyecto nacional, el reino de España no renuncia a seguir imponiendo un proyecto imperialista en la península. Proyecto, ahora bautizado como "constitucional", al que la nación vasca, el pueblo vasco que resiste y se afirma en su identidad política, opone su derecho a que se le reconozca como soberana y para cuyos ciudadanos reclama un reconocimiento nacional. Quienes se identifican con el pueblo español forman parte de otra nación política. Son aquellos que solo reconocen un derecho de autodeterminación a la nación española y para quienes el Estado español es un estado mononacional al servicio de una nación suprema. Ese estado, en el que los órganos autonómicos que representan a las nacionalidades están sometidos a las instituciones y poderes de la nación española, se niega a reconocer la identidad nacional de una mayoría de sus ciudadanos vascos y catalanes, ignorando su voluntad política y minorizándolos.

A diferencia del soberanismo español, el soberanismo vasco no niega al pueblo español su derecho a decidir. Sin embargo, para el nacionalismo español el futuro del pueblo vasco depende de la decisión y está sujeto a la voluntad de, entre otros, ocho millones de andaluces. Por el contrario, para el soberanismo vasco el pueblo vasco es un pueblo no asimilado al pueblo español, consciente de que la integración de la población vasca en el pueblo español, en su acepción política, ha sido impuesta. Porque tanto la abolición foral, como la ocupación castellana de Navarra, llegaron por un derecho de conquista y no derivan de un libre acuerdo.

Si la mayoría de los miembros del Tribunal Constitucional fueran nombrados, en lugar de por el Parlamento y Gobierno español, por el Parlamento o el Gobierno vasco, o catalán, seguramente la Constitución española se interpretaría de otra manera, y las fracasadas reformas autonómicas propuestas desde Euskadi y Catalunya se considerarían constitucionales. Por ejemplo, la Disposición Adicional Primera podría ser el cauce para un Concierto Político que posibilitaría un aumento notable del autogobierno vasco, conforme a la voluntad mayoritaria de su población, como reclama una amplia mayoría parlamentaria en Gasteiz. Pero los miembros del Tribunal Costitucional español son consensuados entre PP y PSOE y, teniendo en cuenta el talante sin desfranquizar de la magistratura española, mayoritariamente de origen etno-castellano e ideológicamente católico-conservadora, su centro político, cabe sospechar, debe moverse entre el PSOE de Bono y el PP de Vox.

Si bien los estatutos de autonomía son leyes orgánicas especiales tanto en su elaboración, aprobación o reforma, están sujetas a la interpretación del Tribunal Constitucional cuya composición depende del consenso entre los partidos mayoritarios en la nación española. Confiar, después de décadas de sentencias y decisiones recentralizadoras, neoliberales y autoritarias, que existen posibilidades de reforma estatutaria que vayan más allá de un maquillaje autonómico, es como creer que Elvis sigue vivo. Pensar que la nación española vaya a estar dispuesta a reconocer a la nación vasca o catalana el ejercicio del derecho a la autodeterminación es una fantasía. Comprometer por escrito la legitimidad de los derechos del pueblo vasco de cara a un quimérico reconocimiento constitucionalista, renunciando a poder ejercer un poder constituyente si no se acuerda con la nación española es, a mi juicio, un error estratégico descomunal. Como también lo es no reclamar una administración de justicia vasca, competencia foral originaria y ejercida durante siglos.

Parece haberse olvidado que el pecado original de la sacrosanta Constitución española es su falta de legitimidad, desde el inicio, en Euskal Herria, donde solo un tercio del censo le dio su apoyo, pero también sobrevenida en Catalunya, a partir del "cepillado" del Nou Estatut en las Cortes y su posterior deflagración por el Tribunal Constitucional. Resulta asombroso, teniendo en cuenta semejantes precedentes, que se confíe en que repitiendo el mismo procedimiento se llegará a un resultado distinto. En su día, el PP ya advirtió que ninguna reforma estatutaria sería posible sin su aquiescencia. Su minoría electoral y parlamentaria la compensó acudiendo al TC, quien no tuvo reparo en demoler la reforma catalana, aunque el tribunal se encontraba en precario, con solo diez de sus doce miembros previstos constitucionalmente, y con cuatro con un mandato periclitado. Por si hubiera dudas, tanto el PP de Casado como Vox que ya cuenta con más de los cincuenta diputados necesarios para interponer un recurso ante el TC -también el previo de inconstitucionalidad resucitado en 2015- han anunciado que recurrirán cualquier acuerdo al que pudiera llegar el Parlamento Vasco con las Cortes españolas.

Debiera de entenderse que la Constitución española es la fórmula que el supremacismo nacional español emplea para blanquear democráticamente sus conquistas. La realidad constitucional española que se construye con el texto de 1978 pretende obviar que la nación española sobre la que se fundamenta la constitución se ha erigido sobre la destrucción de las instituciones de autogobierno de la sociedad vasca y catalana. La abolición foral, cuya memoria llega hasta la misma Disposición Derogatoria, se impuso por derecho de guerra, sin que las instituciones vascas, o catalanas, renunciaran voluntariamente, como en Escocia, a sus instituciones y soberanía. La pretendida Ley Paccionada en Navarra fue acordada con representantes navarros designados desde Madrid. Una farsa que aún hoy reivindica el españolismo pseudoforalista como si se tratara de un acuerdo libre y bilateral. Entonces, ni las Cortes de Navarra ni su Diputación foral se prestaron a esa pantomima, y en las provincias de la Navarra Marítima la negativa a suscribir semejante acuerdo de sumisión se mantuvo durante décadas, hasta la unilateral abolición española de 1876. Que un siglo más tarde, en 1978, la ratificación de la Constitución española en los territorios forales resultara claramente minoritaria tiene que ver con esa memoria histórica y la resistencia a la asimilación.

El futuro de Euskal Herria no es ser una nación culinaria, como se advierte al viajero en el aeropuerto de Loiu. Más allá de estériles peleas, la tarea pendiente para constituir la II Republika de Euskadi es configurar un movimiento republicano plural que aspire a poder ejercer la soberanía y avanzar hacia un proceso emancipatorio que construya una democracia vasca. Seguir indolentes y dominados en el circo mediático español, anclados en la desmovilización y el reproche permanente, equivale, a mi juicio, a apostar por adornar con lauburus una tumba política.

* Profesor de Derecho Constitucional y Europeo UPV/EHU