Dicen, los amigos de simplificar las cosas, que el fútbol es un juego que resulta de la combinación de aciertos y errores. La definición tiene un pase relativo, pues omite la variable del azar, cuya influencia seguramente supera la suma de errores y aciertos o directamente los provoca en un porcentaje alto de las acciones dan forma a un partido. Y en el apartado de los errores existen diversas varas de medir –como en casi todos los aspectos de la vida, podría añadirse– según quién los cometa. Se transige más con unos y se es más duro con otros y en este segundo grupo siempre hay espacio reservado para los porteros.

Un delantero puede equivocarse, malgastar situaciones propicias para marcar, incluso no meter un penalti, pero rara vez será objeto del severo juicio al que con frecuencia es sometido un portero. El argumento en que se apoya tal discriminación dice que los errores del portero conllevan consecuencias fatales, irreversibles; olvida que el resultado depende del balance que se registra en las dos áreas, no solo en la propia. Esta disertación viene a cuento de la rueda de prensa que ayer, a escasos días del comienzo de la liga, ofreció Unai Simón.

Considerado como uno de los mejores en la actualidad, del portero del Athletic se suele resaltar su gran capacidad para no dejarse arrastrar por un desacierto. Él mismo ha explicado en alguna ocasión que su trabajo consiste en ayudar al equipo de principio a fin en cada compromiso, por lo que debe esforzarse en seguir concentrado para realizar bien su tarea, aunque haya fallado. Actuar como si la pifia no hubiese existido porque si se deja llevar por el disgusto provocado por una mala decisión, dejará de prestar a sus compañeros la ayuda que de él necesitan.

Lo expuesto explica, al menos parcialmente, su categoría profesional: evita estresarse cuando compite, cometerá errores y quién no, pero no deja de desprender confianza, seguridad, que es igual a tranquilidad, domina la presión que se vive en un campo, en una portería. Va en su carácter y de ahí que su presencia en una sala de prensa consiga transmitir ese efecto positivo al que se le asocia con los guantes puestos. Simón proyecta la imagen de un tipo serio, sereno, cabal y, además, le favorece que en diferentes oportunidades ha manifestado su incondicional compromiso con el club al que pertenece.

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Ayer en Lezama volvió a recurrir al sentido común en sus opiniones, quitó hierro a los problemas detectados durante la pretemporada, reiteró su fe en el vestuario, en la trayectoria del equipo en años precedentes, rebajó la importancia de determinados aspectos que resultan criticables y, de paso, echó un capote a Nico Williams con una reflexión muy a tono con el discurso institucional de las últimas semanas. Todo discurrió de manera impecable y no fue causalidad, en el club saben de sobra que es el hombre ideal para dar la cara en circunstancias que reclaman unas dosis de paciencia y comprensión por parte del entorno.

En fin, que Simón de nuevo ejerció esa función tan necesaria en el deporte de élite, que tanto se valora ya sea sobre la hierba o ante los micrófonos: aportó cordura. Únicamente cometió un error y, pese a que en absoluto le desvió de la corrección y coherencia del guion que expuso, se ha de señalar porque fue grosero. Al referirse a la serie de siete amistosos en que ha intervenido el equipo, comentó: “El juego no ha sido malo”. Vale que lo soltase en la segunda pregunta que se le formuló y no querría que la comparecencia pudiese resultar más agria o incómoda de lo conveniente, pero al negar la evidencia de modo tan contundente sin duda rebajó el valor del conjunto de sus apreciaciones.