Hace un año Mendilibar obtuvo un reconocimiento insólito en el mundillo del fútbol al ganar la Europa League. La dimensión del título justificaba por sí sola la valoración a que se hizo acreedor, pero en los halagos subyacía la admiración por la forma en que gestionó un proyecto muy problemático. El Sevilla amenazaba ruina, iba derecho al abismo, no en vano ya había engullido a dos técnicos con una reputación incomparable a la suya en la élite de este deporte. Sus dos décadas de trayectoria en banquillos modestos le condenaban al fracaso de antemano.
Casi nadie confió en que fuese capaz de reflotar la nave, cuyo objetivo prioritario, no se olvide, era eludir el descenso. No conforme con enderezar el rumbo liguero, lo que le llevó unas pocas jornadas, se implicó en la restitución del prestigio internacional que el club andaluz había amasado en años anteriores. En prueba de agradecimiento, fue renovado a regañadientes y al de dos meses, destituido.
La noticia de que Olympiacos contrataba sus servicios en febrero, más allá de alegrar a quienes tienen en buena estima a Mendilibar, en absoluto invitaba a imaginar siquiera que tres meses más tarde volvería a levantar un trofeo continental. Básicamente porque el nivel del equipo griego no es equiparable al de la plantilla del Sevilla, menos aún para competir fuera de sus fronteras. Sin embargo, Olympiacos fue salvando rondas, varias con el gancho y ante rivales bastante superiores, en especial el Aston Villa, máximo candidato al que apeó con holgura en semifinales.
La frialdad del saludo de Unai Emery a la conclusión de la ida celebrada en Birmingham, saldada con un significativo 2-4, condensa esa mezcla de escepticismo y arrogancia que Mendilibar ha tenido que sentir (leáse, soportar) desde que el destino le introdujo de sopetón en ese hábitat exclusivo que acaparan los grandes nombres que se van alternando en la dirección de las entidades más poderosas.
El método del vizcaino ha vuelto a funcionar. Consiste en convencer a los futbolistas, incidir en la autoestima de vestuario, no solo de los teóricos titulares, y desarrollar un estilo de juego valiente, agresivo, con la intención de que el balón esté el mayor tiempo posible cerca del área enemiga.
Manix Mandiola, amigo, pareja de frontón y poseedor del don de la elocuencia, subraya que Mendilibar va a la contra de la ola de modernidad que hoy inunda el fútbol: “Muchos entrenadores de la nueva generación son más del big data, son un saco de datos que parece que están preparando el despegue del Apolo XIII y luego se olvidan de dar cariño a la gente, dar cariño y luego pedirle rendimiento”.
Un exponente del mensaje de Mandiola se dio en el transcurso de la final de la Conference. El especialista que amenizaba la retransmisión televisiva insistió en rebajar las opciones de Olympiacos según avanzase el partido. Vino a decir que la superior calidad de la plantilla italiana desequilibraría el pulso a medida que se sucediesen los cambios. Se equivocó. No tuvo en cuenta que Mendilibar logra compensar las limitaciones de su tropa con generosas dosis de confianza y consignas muy elementales. Lo que toda la vida ha impulsado al jugador en el campo. La Fiorentina no pudo frenar la ilusión de un colectivo deseoso de corresponder al trato que recibe de su jefe. Que cree en él.