Siempre me ha gustado atesorar pequeños objetos de los momentos que pasan a merecer un lugar en mi memoria. No hay mayor problema cuando es el ticket de un restaurante, un billete de tren o la entrada a un concierto; no abultan mucho espacio y, aunque mi caja de recuerdos ha tenido ya descendencia, la situación está todavía bajo control. “Las mejores fotografías se guardan en la retina” solía decir una amiga cuando las instantáneas todavía había que revelarlas. Claro que sí, guapi, pero yo sigo guardando como oro en paño mi precioso billete de diez dólares hongkonés, la pulsera del camping al que fuimos por primera vez con los niños o la liga que me regaló mi mejor amiga en su boda. La cosa empieza a ponerse interesante cuando los objetos en cuestión tienen ya cierta envergadura. Tengo escondida la bicicleta con la que el pequeño aprendió a pedalear y el peluche que mi hermano trajo al hospital cuando nació la mayor, pero soy consciente de que, de vez en cuando, toca hacer limpia. Y no saben cómo me cuesta... Hace un par de años les tocó el turno a las zapatillas con las que hice el camino de Santiago; se me saltaban las lágrimas pensando en los kilómetros que habíamos recorrido. Y el sábado pasado, a la mochila. Ídem. No me culpen; fue testigo de cómo empecé a seguir flechas amarillas medio encorvada porque el bastón me lo había dejado mi hermana y es más bajita que yo. Esa misma cara de sorpresa puse yo cuando un amable peregrino lo adaptó a mi estatura. Les juro que llegué.