AYER observé imágenes de Juan Ignacio Vidarte en 1992, cuando fue nombrado piloto del proyecto que cinco años después iba a alumbrar el Museo Guggenheim Bilbao. 32 años han pasado desde entonces y aparte del lógico cambio físico, no hubo otra cosa que me llamara la atención. La figura e imagen de Vidarte, al igual que el museo que aún dirige, se ha mantenido incólume, fiel a los principios que parieron la entonces insólita iniciativa y siempre mirando al futuro con dinamismo. La máxima representación de una de las pinacotecas más importantes del mundo es el ejemplo ideal de compromiso de una persona con un proyecto. Así como el Athletic ha instaurado un premio, el One Club Man, para reconocer a los futbolistas que han desarrollado toda su carrera en el mismo club, Vidarte debería inaugurar un galardón similar a la fidelidad a una empresa. Se cuentan con los dedos de una mano los directivos responsables, los CEO que llaman ahora, que se mantienen décadas en su cargo, apostando impertérritos por la causa que tienen entre manos y, además, con un éxito que se ha confirmado año tras año. Un espíritu de compromiso personal que ha casado a la perfección con la confianza depositada en este gran gestor por parte del Patronato del Museo Guggeheim, órgano por el que han pasado políticos y empresarios de todo tipo y condición que siempre han sabido reconocer la labor de Vidarte. Si es que cuando algo funcionaba para qué se iba a cambiar.