Van a venir dos por cada uno de nosotros. Lo reflejan las estadísticas oficiales y lo confirma el hormigueo de las calles: este año llegarán a Bizkaia más de dos millones de turistas. Nosotros, los de aquí, apenas llegamos a 1,2 millones. Uno mira los números y parece que le están contando una parábola. El país de los que pasan será más grande que el país de los que viven. El mapa será el mismo, pero la mirada ya no.
Y la pregunta, inevitable: ¿dónde estaremos nosotros cuando lleguen todos ellos? En Bilbao ya no se oye el eco de los días entre semana. Las aceras que antes se barrían para los vecinos, hoy se visten para los visitantes. Las esquinas, las de siempre, huelen a gofre y a inglés. Las colas para entrar al Guggenheim llegan ya hasta la ría y uno empieza a sospechar si los pintxos no están empezando a tener acento o un sabor procedente de otras tierras.
No se trata de nostalgia. No es que uno quiera vivir en blanco y negro. Es otra cosa. Es ese pudor antiguo de quien siente que su casa empieza a parecerse a un decorado. Porque vienen, y está bien que vengan. Y gastan, y eso da de comer a muchos. Pero también se van. No se quedan. Y mientras tanto, los que sí nos quedamos vamos aprendiendo a caminar por el centro como si fuéramos extras en nuestra propia película...
La paradoja es esta: somos más ricos, pero no sabemos muy bien a costa de qué.
¿Puede un lugar conservar su alma si se convierte en postal? Una postal que no lleva nada escrito en el revés. A veces, basta con mirar la cara de los jubilados que esperan el autobús en la Plaza Circular. A veces, con escuchar a la frutera del Casco hablar del precio de la vivienda. O con ver cómo los chavales del barrio tienen que irse a vivir al quinto pino porque los pisos del centro ya no son para vivir, sino para alquilar por días.
Y tal vez nos toque decidir si queremos ser vecinos o figurantes. Porque la hospitalidad es hermosa. Pero también tiene sus límites.
Porque el turismo es un invitado, no un inquilino. Y porque uno no debería necesitar enseñar el DNI para poder vivir en su propio barrio. Van a venir dos por cada uno de nosotros. Ojalá se queden con lo mejor. Ojalá no nos quiten nada sin querer. ¿Estamos vendiendo la casa o solo las vistas? Esa es la pregunta que flota en el ambiente mientras pagan sin rechistar.
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