Anda estos días el Athletic de las grandes esperanzas sumergido en las tinieblas de un juego ramplón. En Bilbao llueve como si el cielo estuviera llorando goles que no llegan. Los paraguas recuerdan a flores negras cada domingo y los viejos en las tribunas se frotan las manos, no por el frío, sino por la frustración. El Athletic se ha quedado sin delanteros que sepan hablar con el balón; en el área rival parecen turistas perdidos, mirando a la portería como si fuera el Guggenheim visto por primera vez, un monumento lejano que no saben cómo alcanzar.
Las huestes rojiblancas entran al área, cuando lo logran, con la timidez de un seminarista y la puntería de un francotirador miope. No hay eficacia, pareciera que no hay hambre.
El problema no es nuevo en la historia: sin distribución, sin ideas claras, el Athletic es un ejército sin mapa. El balón va de un lado a otro como un náufrago, buscando tierra firme. Pero sin un medio campo que piense y sin delanteros que ejecuten, todo queda en gestos sin destino. Como escribir cartas de amor que nunca se envían. Acaba de verse en San Mamés, con cuatro futbolistas señalados por Valverde por su malas artes. No porque el técnico quisiera pregonarlo sino porque quería ganar el partido.
Lo de Jauregizar, sin embargo, es otra cosa. Es la resistencia. Un jugador que juega el mejor fútbol de su vida justo cuando el equipo parece haber olvidado cómo hacerlo. Como si fuese uno de esos violinistas que tocaban en el Titanic mientras el barco se hundía, él sigue componiendo jugadas en mitad del naufragio.
Tal vez mañana el Athletic recupere la memoria. Tal vez un gol tonto abra el grifo seco. Tal vez algún chaval de Lezama o alguna recuperación de la enfermería o del estado físico se despierten con hambre de gloria y vuelva a llenar el área rival de peligro. Pero hoy, en este presente que duele, hay que aferrarse a lo que queda. A ese mediocampista de apellido difícil y juego sencillo, que aún cree que el fútbol puede salvarse donde él juega: a la luz de la luna.