INO a mi mente aquella película, La jauría humana, en la que Marlon Brando bordó el papel de un sheriff quepaqué. En su momento, fue un sonoro fracaso y un escándalo. La América del buen rollismo de los 60 no podía tragar ese puñetazo en el estómago, que indagaba con ferocidad en la oscura América profunda de mitad de siglo. Y su impactante violencia, que ahora no sorprende tanto, dejó a los críticos estupefactos. Lo curioso es que el reencuentro llegó de sopetón, cuando menos lo esperaba.

Quizás fue porque estaba más acostumbrado, en los últimos días sobre todo, a presenciar cómo los perros se han hecho amos y señores del parque de Ametzola. Y el término jauría se me apareció como uno de esos espejismos que despiertan en medio del desierto, en medio del calor -ayer lo hizo...-, la sed y la monotonía. La estampa se me apareció como un escena de otro director violento, alguien como, qué sé yo, Sam Peckinpah y sus Perros de paja. Lo vi de refilón, en la cola de un supermercado. Dos hombres hacían guardia con cara de qué hago yo aquí y un tercero llegó para tomar el relevo a su mujer. O al menos eso parecía. Los dos hombres, que en apariencia no se conocían, unieron su fatiga por la espera (quizás no tanto por la guardia en la cola, sino por los días de parada y fonda que ya acumulan, acumulamos, todos...) para hacer fuerza común. Se lanzaron hacia el intruso en la cola como si fuese un ladrón de su billete al paraíso. De los gritos pasaron a los agarrones y si no llegó la sangre al río fue porque, y esto es lo insólito, dos jóvenes de esos que no sirven para nada desenfundaron sentido común y unos bíceps nada comunes. "Tengamos la fiesta en paz", dijo uno de ellos. Si le llega a oír el viejo Sam le contrata para la próxima.