lO escuché en alguna ocasión. “Quiero que un ángel venga a mí como le ocurre a James Stewart en Qué bello es vivir y que me quite esa idea del suicidio que me ronda en la cabeza”. No recuerdo bien cómo proseguía la historia, pero no recuerdo ni le imagino un final feliz. En verdad, no hace falta un desenlace trágico. ¿Acaso la resignación no es un suicidio cotidiano sin que haga falta que uno abra la ventana, el frasco de pastillas del botiquín o el armario donde uno guarda a buen recaudo el cuchillo jamonero? Es probable.

La depresión y las malas rachas, una situación desesperada sin puerta de salida a la vista; un crochet a la mandíbula de la salud que tira a la lona cualquier esperanza o una quiebra de la bolsa que agujerea la vida; una ausencia que uno no puede superar o un desajuste en las neuronas. ¡Se esgrimen tantas razones! No hay gobierno en el mundo capaz de poner freno a ese rumiar íntimo, pero sí pueden ponerse barreras físicas, ponerlo más difícil y vigilar a quienes han mostrado tendencias. Es lo que anuncia ahora el Gobierno vasco, la colocación de un cinturón de seguridad para cuando la vida se desenfrena. Suena bien la idea. Bien y necesaria.

En la derrota siempre hay algo que aprender, eso que llaman saber perder. Un viejo amigo me comentó en cierta ocasión que escuchó un argumento chiripitifláutico: si una persona con múltiples personalidades amenaza con suicidarse, ¿puede considerarse un asalto con rehenes? Quienes le oyeron empezaron a reírse y poco después supieron que uno de los interlocutores de aquella charla padecía de personalidad múltiple. Se le quitaron las tentaciones a carcajadas, lo que demuestra que el buen humor también es una cataplasma eficaz. No es mala también que sepan que el suicidio equivale a un balazo en el pecho para quienes te quieren y te sobreviven.