para mantener la temperatura corporal constante cuando llega el frío, un animal homeotermo necesita reponer mediante el metabolismo el calor que pierde. Esa pérdida depende de la diferencia entre la temperatura del organismo y la del ambiente, por un lado, y del grado de aislamiento, por el otro. Por esa razón y si dejamos al margen a los hibernantes, el modo en que los mamíferos responden a la bajada invernal de temperatura tiene dos componentes principales. Por un lado, aumentan el grado de aislamiento con el exterior. Y por el otro, si la temperatura ambiental baja mucho, también elevan la actividad metabólica; producen así más calor y compensan la mayor pérdida.

El aislamiento se puede modificar de varias formas: cambiando la postura corporal para exponer una menor o mayor superficie al exterior, limitando la circulación sanguínea por la periferia de las extremidades, o actuando sobre el pelaje para cambiar el grosor de la capa de aire que aísla la superficie del cuerpo del exterior. Pero por debajo de cierta temperatura esas respuestas no bastan y hay que gastar más energía, como se ha dicho, elevando el metabolismo. Por eso es importante contar con una fuente de alimento abundante cuando llega el frío o, en su defecto, con depósitos de reservas acumulados antes.

Pero los seres humanos somos especiales. Somos homeotermos, sí, pero nuestra especie surgió en África y nuestro linaje homínido es africano. Evolucionamos en la sabana y muchas de nuestras características son claro reflejo de nuestra procedencia. Durante esa evolución nos quedamos prácticamente desnudos y desarrollamos una gran capacidad para sudar y refrigerarnos de una manera muy eficiente evaporando el sudor sobre la superficie corporal. De hecho, el desplazamiento a zonas frías nos obligó a vestir ropas con una capacidad de aislamiento adecuado a la temperatura de cada zona. Y a pesar de todo, la vida en lugares verdaderamente fríos nos ha exigido esfuerzos considerables para disponer de habitación confortable (gastando en calefacción), vestir ropas de abrigo y conseguir el alimento necesario para comer más.

Cuando los sensores de temperatura que tenemos repartidos por diferentes lugares del cuerpo detectan la bajada térmica, informan al hipotálamo, una estructura nerviosa en el interior del encéfalo. Y este responde dando las órdenes debidas, tanto al sistema endocrino como al nervioso. Ciertas órdenes provocan cambios en la circulación sanguínea periférica y en la disposición del pelaje, de manera que se aumenta el grado de aislamiento. Y otras elevan la actividad metabólica. En esos ajustes intervienen hormonas tales como la adrenalina, la noradrenalina y las tiroideas, que provocan un aumento del metabolismo. Quienes tienen grasa parda llevan ventaja, porque es un tejido cuya única función es producir calor. Y llegado el caso, tiritamos también.

Los mamíferos de zonas frías están, lógicamente, bien adaptados a la vida en entornos helados. Una cría de oso polar mantiene su metabolismo constante hasta 0 oC, y se estima que solo llegaría a multiplicarlo por tres a 60 oC bajo cero. Los zorros árticos, perros esquimales y demás grandes mamíferos árticos prácticamente no necesitan elevar su metabolismo salvo a temperaturas verdaderamente extremas, como 25 o 30 oC bajo cero. Pero a los seres humanos, como no hemos dejado de ser primates de sabana, todo eso nos sale muy caro. Un individuo desnudo empieza a elevar su metabolismo al descender la temperatura de 26 oC, aproximadamente, y a 8 oC lo triplica.

De lo anterior se extrae una triste conclusión. El frío es especialmente cruel con los pobres de solemnidad: no solo no tienen recursos para calentar el entorno en el que viven, tampoco los tienen para calentar su propio interior.