Por primera vez en muchos años me dejo caer por el cementerio un uno de noviembre. Camino despacio entre los alardes florales de las familias gitanas y la silenciosa discreción botánica de las payas, buscando una tumba en concreto que espero siga en su sitio. Hoy tengo un plan malvado y me enojaría mucho no poder llevarlo a cabo.
Pero la culpa no es mía, no, es de una escena del filme italiano Amici miei. Atto II (1975), que he vuelto a ver recientemente y del que no voy a contarles más, pero les recomiendo vivamente que lo vean. Así que con mi rosa rosa (valga la redundancia) en la mano y el nombre y los apellidos del difunto en la memoria, trato de recordar el lugar al que acudí hace unos años con el único fin de asegurarme de que realmente aquel tipo era enterrado con alevosía por parte de los sepultureros y venga Caralsol y Arribaspaña por parte de los asistentes. Y tampoco hace tanto tiempo.
Por fin las referencias que memoricé aquel día se vuelven fiables y encuentro mi objetivo. Sé que lo es porque la cruz sobre la lápida evocaba a la del Valle de los Caídos. Y porque un joven con la cabeza rapada medita (es un decir) ante la tumba. Es el momento.
- Siempre presente, camarada - digo solemne posando mi flor ante la lápida y cerrando los ojos. El joven me mira... duda... Pero finalmente aprueba mi presencia y me interpela con un “Gran patriota. ¿Verdad?”
- Y un grandísimo amante, querido. El mejor que he conocido... Viril, sensible... E inagotable - respondo.
Su barbilla se columpia descolgada. Y sus ojos como platos vacíos me dicen que he ganado la partida. Le traslado, sin pausa ni piedad, un historial muy real del héroe y su vida sexual en la zona oscura, ilustrado con lugares (ciertos), nombres (muy probables) y fechas (difusas, pero a ver quién las discute con pruebas). Lo dejo desbordado y me largo.
En los próximos días la Brigada Camarada XYZ se disolverá entre reproches, celos y frustraciones varias. Pero también entre alivios del luto porque hay un maricón menos.
Me alejo satisfecho evocando el mal día en que conocí al difunto en un sarao supuestamente cultural al que él asistió como quien no era en realidad. Me tiró los tejos. Se equivocó de ojete y respondí educadamente que no. Despachó su despecho con despachos a sus contactos y me fui al paro a pecho descubierto y a lo hecho, pecho (aliteración al poder). En ese momento juré reivindicar su memoria y, me reafirmo, yo no soy rencoroso pero el que me la hace me la paga. Et voilà. Como he leído en una corona del cementerio: “Tu familia no te olvida... Pero tampoco te perdona”.
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