Me llama poderosamente la atención que un futbolista reciba un insulto racista y, ante la denuncia, un significativo sector de la afición la emprenda contra el denunciante y le pite cada vez que toca el balón. Si esto pasa en la élite del fútbol, ya me dirán cómo demonios se gestionará en los niveles de base. Hay un exceso de celo en proteger el “buen nombre” y la imagen de los colores propios y una laxitud sociológica instaurada en considerar que el chivato paga el pato cuando la acción reprobable nos salpica. La ley del silencio no es nueva y poner pie en pared requiere tener claras las prioridades.