HOY hace 9 años que el Tribunal Supremo de Ucrania anuló, por manifiestas y repetidas irregularidades, las elecciones que en 2004 habían concluido con el presunto fraudulento triunfo de Viktor Yanukovich, que ahora sí ocupa -de momento- la presidencia del país a resultas del paulatino descrédito de quienes entonces, tras las masivas protestas de la pacífica Revolución Naranja, lograron revocar aquellos comicios. Sin embargo, la única similitud entre aquel movimiento y las actuales protestas pidiendo el cese de Yanukovich y del primer ministro Mykola Azarov es la del intrincado cruce de intereses que azuza los conflictos, cuestiona las bases democráticas y complica la estabilidad de Ucrania desde que accedió a su independencia en 1991. Baste recordar el envenenamiento de Viktor Yuschenko en el origen de la citada Revolución Naranja o el encarcelamiento desde 2011 de la ex primer ministra Yulia Timoshenko. No en vano, Ucrania -con sus 630.628 km2 y su salida al Mar Negro- es la más estratégica de las repúblicas exsoviéticas sobre las que la UE pretende extender su influencia y la de mayor mercado con 45 de los 75 millones de habitantes que suma con Bielorrusia, Azerbayán, Armenia, Georgia y Moldavia; posee el segundo ejército de Europa tras Rusia, una importante producción agrícola, es nudo crucial en los gasoductos que transportan el gas ruso hacia la UE y ella misma posee reservas en el Mar Negro sobre parte de las cuales acaba de firmar un acuerdo de explotación por 3.000 millones de euros con la italiana ENI y la francesa EDF. Si fuera poco, los intereses de la UE chocan con los de Rusia -con la Gran Rusia de Vladimir Putin-, primer destino de las exportaciones ucranianas, suministrador único de la energía que precisa Ucrania y principal, por no decir único, acreedor de la deuda de Kiev. Así, mientras Moscú ejercía las presiones necesarias para detener la firma del acuerdo con Bruselas, como ya logró de Bielorrusia, Azerbayán y Armenia, Europa no ha calibrado las necesidades de Kiev, su ya maltrecha industria pesada y la separación en dos bloques antagónicos de la sociedad -el 38%, al este y sur, prorrusa; el 37% restante proeuropea-, mucho menos el enorme riesgo de desestabilización de la zona que albergan unas protestas esta vez avivadas por movimientos radicales de derecha como el Svoboda (Libertad) de Oleg Tiagnibok o peligrosamente populistas como el del ex campeón mundial de boxeo Vitali Klichko.
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