Aquel lunes tan reciente, Bilbao amaneció con un silencio distinto. A los 91 años, Iñaki García Ergüin dejó de mezclar colores para siempre, aunque todo indica que su último trazo fue una sonrisa tranquila. Se fue como se van los que han vivido mil vidas en una sola: con la mirada firme y la mano aún manchada de óleo.

Fue un hombre que nunca se rindió a la monotonía, que encontró en cada amanecer un motivo para volver al caballete. Conoció la guerra y la paz, las luces duras de París, el sol dorado de Toledo, las arenas de Lanzarote y los cielos cambiantes de la costa vasca. Y siempre volvió a Bilbao: esa ciudad que le dio paisaje, carácter y familia de artistas.

Nació el 22 de julio de 1934 en Bilbao, en un tiempo en el que la ciudad bullía entre industria, cultura y puerto. Desde niño, su pulso creativo latía con fuerza: no eran solo garabatos escolares, sino acuarelas tempranas que ya mostraban a un espíritu despierto al mundo. Su padre, linotipista, le inoculó el amor por las formas impresas y el oficio de observar con la mirada alerta de quien cuenta historias, aunque fuese con pigmentos y no con palabras.

Su premio Nacional de Pintura de 1958 sufragó su formación en Munich y Toledo y Lanzarote fueron dos de ‘sus’ paisajes

Su camino académico comenzó en la Escuela Sindical de Bilbao y pronto se vio bajo la mirada crítica y afectuosa de su maestro José Lorenzo Solís, a quien siempre describió con humildad. “Mi profesor es para mí un Velázquez en una tarde buena”, dijo con emoción en 2023 al recibir un premio a la excelencia cultural.

Con tan solo veintitantos años, su carrera despegó con fuerza: en 1958 obtuvo el Premio Nacional de Pintura, reconocimiento que lo catapultó hacia una beca en la Universidad de Bellas Artes de Múnich. Allí entró en contacto con el expresionismo alemán —como un sistema nervioso nuevo para su paleta— y se empapó de una libertad cromática que definiría gran parte de su obra. Era común verlo con un cuaderno de bocetos bajo el brazo por Bilbao, cómo no, París, Múnich o Toledo, lugares que más tarde serían motivos recurrentes de su pintura. La ciudad de Toledo lo fascinó particularmente: “necesitaba ocres y luz que no encontraba en Bilbao”, contaba con una sonrisa en su estudio, rodeado de lienzos y pinceladas inacabadas.

Han pasado unos días desde su adiós y la obra de García Ergüin no se dejó encasillar fácilmente. Fue versátil, amplio, inquieto. Pintó paisajes de Castilla, isleños (su mapa de rincones de Lanzarote era codiciado...) y de Bizkaia, donde el mar y el cielo se disputaban la atención de los pigmentos. Explorar el mundo del jazz lo llevó, tras un viaje a New Orleans en 1972, a crear la serie de pinturas sobre la Preservation Hall Jazz Band, capturando no solo músicos, sino atmósferas sonoras hechas color. Realizó escenografías para óperas y murales de gran formato, como los encargos para iglesias (en San Antón, pasen por allí si aún no la han visto, hay un trabajo suyo espléndido...) y espacios públicos en Bilbao.

Era habitual que sus series se convirtieran en proyectos vitales: retrataba un tema hasta exprimirlo (toros, por ejemplo...), como si cada cuadro fuera una pregunta hecha desde la misma curiosidad del primer día.

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Su amor por el Athletic lo llevó a crear el logotipo del centenario del club y 15 lienzos sobre momentos históricos

Iñaki no fue solo pintor: fue intérprete emocional de la vida vasca. Su amor por el Athletic –una pasión que compartía con la mayoría de bilbainos– lo llevó a crear el logotipo del centenario del club en 1998, así como una serie de quince lienzos sobre momentos históricos del equipo. Por ello fue nombrado Socio de Honor del Athletic, siendo el único no futbolista en ostentar ese título. ¡Cómo le enorgullecía ese reconocimiento! El bueno de Iñaki, cuyos pinceles bailaban al compás eléctrico de un rock & roll desmelenado, como el Athletic en las grandes tardes de San Mamés, se ha ido. ¡Vaya putada!l