Vengo de la peluquería porque había quedado con Sophia Loren pero he decidido darle calabazas y venir aquí, al teatro Arriaga”. Valga esta respuesta chiripitifláutica que me dio en cierta ocasión para comprender cuál era el carácter de Javier Reino, un hombre renacentista, practicante de radio, de teatro y de publicidad, y recolector de grandes amigos con la semilla del buen humor. Él, que tuvo la vocación de cuna de ser payaso, acaba de marcharse de la vida dejando una huella imborrable, con noventa y tantos años largos bien vividos (creo que fueron 96...) y dejando bien jodida a la gente que tanto le apreció.

Estuvo a un paso, como les dije, de dar el salto a profesional como payaso, pero su madre no le dejó. «Sigo haciendo humor pero sin pintarme la cara, el payaso vive en mí”, dijo más de una vez. Quizá por eso, por una necesidad de comunicarse con los demás, encontró en la radio el mejor sustituto. Bilbao fue su segunda gran pasión. No en vano nació en el barrio de la Cruz, del que guardaba muchísimos y buenos recuerdos.

Su madre le prohibió ser payaso y la replica fue morrocotuda: pasar por la vida sembrando buen humor allá donde fuese

Javier era un hombre que destacaba por su sinceridad (“jamás presumo de lo que no he hecho”, se le oyó decir en más de una ocasión...) y por sus logros académicos, habida cuenta que se licenció en tres actividades: Publicidad (en la que ejerció desde su agencia), en medios de comunicación, con tanto años en Radio Popular, donde alcanzó el cénit con aquel programa, El reino de Javier, que tanto renombre tuvo y en Relaciones Públicas, habida cuenta que llegó a ser presidente de la Asociación de Periodistas Especializados en Turismo de Euskadi. Con todo, se volcó en sus hobbys más habituales; el teatro, al que sentía como “un fabuloso vehículo cultural”, andar como vehículo para la salud y el cultivo de las amistades, algo que mantuvo en pie casi hasta última hora. Y todo ello, como les dije, con el barniz del humor por bandera.

¿Fue así? Ojalá lo fuese. A Javier Reino lo alumbró una luz de transistor. Nació una madrugada de viento, cuando su madre tenía encendida una radio que chisporroteaba boleros y avisos marítimos, y quizá por eso él vino al mundo con la misma frecuencia modulada incrustada en la sangre. Dicen que antes de llorar emitió un leve pzzzz, como de sintonía perdida, y que luego ya no hubo modo de callarlo.

Desde pequeño cultivó la elegante costumbre de hablar solo, no por locura precoz sino por ensayo general. Mientras otros niños golpeaban balones contra muros, Javier golpeaba palabras contra el aire, esperando que alguna rebotara con gracia. Descubrió pronto que la voz podía ser un instrumento delicado, una forma de caricia pública, y también, cuando el guion lo exigía, un látigo de terciopelo.

En la radio encontró un país secreto donde cabían todos sus sueños: los madrugadores que preparan pan y destino, los camioneros que cruzan autopistas como si fueran desiertos, las enfermeras de guardia que escuchan a escondidas un chiste malo para sobrevivir. A todos ellos les regaló su voz, esa mezcla de café caliente y domingo lluvioso, que parecía decir: “No estás solo, compañero”.

Profesionalmente, Javier Reino ha hecho de todo, excepto guardar silencio. Incluso en sus tiempos libres la palabra le daba la vida. Tenía organizada su cuadrilla de los jueves, en el restaurante La Coral, Yo estudié el bachillerato con su hijo Gorka, un jazzman empedernido, el mismo a cuyo alumbramiento, gajes del oficio, acudió con el Trío Calavera. Siempre así, siempre con algo por hacer “de inmediato”, siempre con una chascarrillo en la boca y en el alma. Uno le recuerda y no puede evitar en pensar algo así, en lo que se van a reír, puro descojone Ahí Arriba cuando llegue. Si es que va.