Nació en Bilbao en 1969, en el seno de una familia humilde vasca de trabajo y cuchillo, un barrio donde las ollas humeaban desde la mañana y las conversaciones al calor del fogón daban forma a la vocación que él tardó poco en descubrir. Desde chico sintió que la cocina no era un simple oficio, sino una cartografía del mundo que se podía trazar con cuchillos, tablas y salsas. Y él, con la mirada inquieta de quien no acepta límites, tomaría ese mapa en sus manos.
Su primer contacto serio con la cocina profesional lo tuvo en empresas de hostelería cercanas a Bilbao –fue allí donde aprendió que “limpieza y organización, y luego viene el cocinar”, como declararía años después para definir su filosofía...– hasta que, con decisión propia, emprendió un viaje hacia el sur de Cantabria, incorporándose al equipo de San Román de Escalante, una casona montañesa del siglo XVII que respiraba historia y producto local. Allí consolidó lo que ya intuía: que el recetario tradicional podía no ser un lastre, sino una plataforma para levantar vuelo.
A los veintiséis años, Arana obtuvo su primera estrella Michelín en San Román de Escalante. Fue un momento definitorio, aunque él lo recibió con la naturalidad de quien sabe que el galardón es un reconocimiento, no un destino. “Tengo claro que con la Michelin no vas a vivir”, decía entonces.
Su cocina entonces apostaba por el respeto al producto –pescados, mariscos y verduras cantábricas – y por una renovación medida, sin alharacas, del recetario local. Ese equilibrio – entre tradición y sutil modernidad – se volvió su sello, la marca de agua que en la que se reconocía dentro de sus platos.
Pero Arana no se detuvo allí. Era un culo inquieto. En su curiosidad de cocinero que no acepta fronteras, emprendió una estancia en Japón (y otros destinos asiáticos) para profundizar en técnicas, sabores e ideas que pocos en Euskadi exploraban entonces. La huella de ese período se deja ver en su posterior restaurante bilbaino Ume (Deusto) , donde combinó su acervo vasco con delicadezas como el sashimi de salmonete o el uso del kamado japonés.
Esta experiencia le aportó una sensibilidad internacional sin renunciar a sus raíces. Antes de aquel proyecto asiático-vasco, Arana había abierto su propio restaurante en Bilbao: La Cuchara del barrio que lo había visto nacer. Allí, como él mismo decía, alcanzó “un restaurante de verdad. Hemos mitificado la cocina: El Bulli es muy bueno, pero irreal”.
Era una cocina cercana, directa, humilde en su planteamiento pero profunda en su ejecución. Atendía mesas, contrataba, cocinaba: todo. Una apuesta personal, en casa, con riesgo y con honestidad.
Arana fue un cocinero que supo caminar por dos orillas: la sensibilidad de la cocina de producto vasco-cantábrica y la mirada hacia el mundo, en su paso por Japón y su reflejo en Bilbao. Su estrella Michelin llegó joven, y desde entonces construyó una reputación basada más en la coherencia que en la espectacularidad. Formó equipos, montó restaurantes, imprimió su carácter: orden, claridad, producto, humildad. Corrió riesgos, abrió locales, viajó, volvió. En su discurso se repetía algo que para él era innegociable: que la cocina empieza en el mercado, en la materia prima, en la limpieza del cuchillo. Y el resto es menos glamour del que algunos creen, más oficio del que se cuenta.
Joseba, amo del fuego y de la materia prima, falleció el 14 de marzo de 2025 en Bilbao. Curtido en una escuela de hostelería, fue capaz de dar el salto a una evolución que desembocó en revolución. En el cenit de su carrera, la muerte se le cruzó en el camino.