SI uno escribe su nombre, Gabriel Ortiz, el texto queda hueco, casi desnudo. La cosa cambia si rememora el sobrenombre que le dio fama aunque escasa fortuna: Rompecascos. Nació en el barrio de La Cruz, en 1920 y dicen que fue pescador. Encarnaba la imagen que de ciertos vascos se tenía en otro tiempo: alto, fuerte, jovial, vozarrón de pantalón largo, comedor y tocado con una sempiterna txapela.

Creo que fue él mismo quien lo contó. En 1933, con apenas 13 años, se fugó a Barcelona en un camión de pescado, sin permiso de sus padres, a ver una final de Copa del Athletic contra el Madrid. El mismo día y en el mismo campo (25 de junio de 1933, Montjuïc) jugaba el Erandio la final de la Copa de Aficionados contra el Sevilla. Ganaron el Erandio y el Athletic. Era el Athletic de Míster Pentland, aquel que ganó 2-1 la final con una delantera que se recitaba con más ritmo aún que los versos aprendidos en la escuela: Lafuente, Iraragorri, Unamuno, Bata y Gorostiza. Gabriel regresó a Bilbao como polizón consentido en el autobús del Erandio. “A mi padre le importó poco que ganara el Athletic. Cuando llegué me puso bueno”, afirmaba Gabriel.

Entre los viajes fuera de la frontera recordaba uno a Budapest, donde tras pedir permiso para acudir a las casetas de los jugadores la Policía quiso impedir su acceso y acabaron hincha y bandera rodando por los suelos hasta que se aclararon las cosas; y otro a Londres, en el que tuvo que dejar la bota con diez litros de vino en la guardarropía de un cabaret porque no le permitieron introducir alcohol en el local. Terminaron paseando la bota por la barra.

Aquel Athletic era tremendo. Ganó 0-6 al Madrid en Chamartín y 12-1 al Barça en San Mamés en la misma temporada. Respecto a lo de la botella, fue un descubrimiento accidental. Se desata una riña de marinos en una tasca y un noruego le atiza un botellazo a lo que él responde a mano abierta y le tumba. El botellazo no le hizo mella. Así descubrió su superpoder. Pronto se hizo popular en San Mamés. Por el grito -¡¡¡¡Athleeeeeeetic!!!- que todo el estadio respondía -¡eup!- y por el detalle de estamparse una botella en la cabeza, que remataba, al tirar los restos, con un curioso “¡P’a los pollos!”, como si aquello no tuviese importancia alguna. En 1984 rompió la última botella en Teruel, viniendo de Valencia, para celebrar el campeonato que acababa de ganar el Athletic. Era el último estallido de una leyenda del pueblo.