N pie sobre la azotea del más alto torreón del palacio del rey vencido, el caudillo invasor contempla el espectáculo. La ciudad tiembla y gime como una cierva herida a punto de ser despedazada por los perros.

Menelao, como llaman al conquistador, ha vivido con anterioridad momentos como aquellos. Sabe que pronto se declarará el primer incendio. Será pequeño. Al principio nada más que humo. Pero las llamas, ambiciosas, terminarán alcanzando el techado de juncos secos de la casucha del arrabal. El fuego se extenderá al otro lado del patio y correrá por una calle. Después, el barrio completo. Las ánforas de aceite explotarán en las alacenas. La estopa y los depósitos de cordajes se convertirán en yesca. Las leñeras, en brasas. Las vigas de enebro tardarán días en enfriarse. Las tejas rojas se volverán piedra negra. El adobe, polvo. Los templos desafiantes, cenizas, cal y cobre fundido. Así, hasta el último rincón.

Cuanto antes suceda, mejor. El temor al fuego es lo único que detiene el saqueo. Embriagados por la matanza, los mercenarios buscan su paga como locos azuzados por demonios. Oro, plata, bronce, animales, mercaderías de Oriente, esclavos por los que pedir rescate o a los que vender en cualquier mercado. Todo vale. Nadie puede escapar de las empalizadas y fosos dispuestos durante los largos meses de sitio. Y la misericordia no se atreve a entrar.

Menelao piensa que ya habrá ocasión para buscar tesoros entre las ruinas. Las monedas, las perlas del Egeo y las piedras preciosas de Anatolia tienen sus lugares en las peanas de las esculturas erigidas a diosas temibles, en sillares huecos de las cocinas o bajo las pesadas losas del pavimento de la habitación principal. Los soldados empapados en vino, incluso los veteranos curtidos en docenas de campañas, carecen de la paciencia suficiente. Quieren lo que sea. Ya. Que quepa en sus alforjas o que pueda caminar. Desean celebrar que han sobrevivido. Y olvidar las penurias del viaje desde el otro lado del mar y las miserias de las interminables jornadas de cerco. No ven más allá de la propia punta de la nariz. Son peones. Pero no existe fuerza humana capaz de pararlos cuando ya se han lanzado a la rapiña. Únicamente el fuego.

La tropa pelea por repartirse las bandejas del palacio. Se insultan, escupen. Los menos cuerdos se enfrentan espada en mano, medio desnudos tras sus enormes escudos circulares, con los ojos encendidos brillando bajo el yelmo corintio, gritando cada uno sus victorias en combates singulares y enumerando los apodos de los enemigos muertos. En ocasiones, los dos contendientes se jactan de derrotar al mismo temible bárbaro. Hablan de gloria pero riñen por la plata.

Ninguno de ellos puede imaginar el auténtico alcance de la riqueza. En realidad no se trata de lo que cabe en un saco. Se trata de los infinitos sacos que se pueden llenar. La joya más valiosa, la que nadie podrá acarrear consigo, es el puerto que controla la torre que pisa Menelao. La bahía, protegida y segura, ofrece calma en el revuelto estrecho que une el mar de los griegos y el de los persas. Es el paso obligado de frecuentes flotas de mercaderes que han de aguardar vientos favorables en uno y otro sentido. Dentro de las murallas descansan las nutridas caravanas que transportan jade, telas y especias desde el Este profundo y que desean embarcar sus bultos rumbo al rico Sur y al ignoto Oeste. La protección, la seguridad y los embarcaderos tienen un precio que todos los comerciantes pagan con gusto. Y, además, comen, beben y duermen.

Menelao observa las primeras llamas y escucha los últimos gritos. Cada vez suenan menos chasquidos de cuchillo. Ya se ahogan las disputas. Lamentos y llanto contenido, como el murmullo de un río que se aleja. Crepitan las tapias. Crece el susurro de las lenguas de fuego. Huele a carne asada. Las pavesas vuelan como luciérnagas que alumbran la derrota. Un viejo buey cojo trota por el callejón con su retumbar de pezuñas impares. Dos mujeres tiznadas huyen despacio con un bebé en brazos. Los mercenarios corean estrofas obscenas.

La victoria es total. Costosa en vidas. Trabajosa a la hora de tejer un complicado tapiz de alianzas mediante promesas que serán demandadas y habrá que cumplir. Pero ha merecido la pena armar la flota más grande que el Egeo haya visto y cargarla con un ejército temible que ha dispuesto el asedio más largo que se recuerde.

La labor paciente de atinar con el traidor que abrió la poterna y franqueó la entrada de las tropas resultó clave. Solo es preciso alargar el cerco durante el tiempo suficiente. Siempre aparece dentro alguien dispuesto a colaborar. El oro con que se le sobornó, una minucia.

Menelao está satisfecho. Resta esperar la calma, despedir a los aliados y comenzar a reforzar el muelle y las murallas. Reconstruirán la ciudad. Pero antes queda una tarea más. La última. Ha sometido a los defensores. Debe subyugar a la memoria. Manda llamar al bardo.

—Escucha bien: compón versos que alaben la gloria de nuestra expedición, la nobleza de nuestros aliados y el coraje de nuestros hombres. Que se conozca que los dioses estaban de nuestra parte. Que nadie dude de que los poderosos de esta ciudad merecían el castigo que han recibido. Te espero dentro de tres lunas en el salón del palacio. El aedo regresa al cumplirse el plazo. Ante Menelao, recita.

—Canta, oh musa, la cólera del pélida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves; cumplíase la voluntad de Zeus desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.

Menelao aplaude los pasajes en los que se describe el juicio de Paris, las gestas de Ayax el Grande, el rapto de Helena por parte de los troyanos, los combates en la playa, la gallardía de Héctor y las intervenciones de Atenea, Poseidón y Afrodita. Entusiasmado, concede al rapsoda una ampliación de tiempo y estipendio para detallar aún más la historia.

De ese modo nacieron nuevas estrofas.

—Canta cómo estaba dispuesto el caballo de madera construido por Epeo con la ayuda de Atenea; máquina engañosa que el divinal Odiseo llevó a la acrópolis, después de llenarla con los guerreros que arruinaron a Troya. Si esto lo cuentas como se debe, yo diré a todos los hombres que una deidad benévola te concedió el divino canto.

Menelao ordenó que se escribiera completo sobre arcilla y se tallara en columnas de piedra. Costeó que se interpretara con música en bodas y celebraciones, en tabernas, mercados e incluso en santuarios, hasta que los poemas se multiplicaran por sí mismos.

En pocos años, nadie recordaba más que la pasión que arrebata a Paris, el de hermosa figura, y la bella Helena; la rivalidad entre Héctor, hijo de Príamo; y Aquiles, el de los pies ligeros; o la astucia de Odiseo, rey de Ítaca, para construir un caballo con los restos de los barcos. A nadie importaba la vital posición del puerto, ni la riqueza que generaba, ni la codicia, la masacre o las mil vilezas.

En pie sobre la azotea del más alto torreón de su palacio frente al mar de Mármara, Menelao, hermano de Agamenón y primero de los aqueos, se dio cuenta de que había necesitado todo un ejército para batir Troya. Y un solo poeta para doblegar al tiempo.

Nadie puede escapar de las empalizadas y fosos dispuestos en largos meses de sitio. Y la misericordia no se atreve a entrar

En ocasiones, los dos contendientes se jactan de derrotar al mismo temible bárbaro. Hablan de gloria pero riñen por la plata

La joya más valiosa es el puerto con la torre que pisa Menelao, la bahía ofrece calma en el estrecho que une el mar de griegos y persas