Los tratamientos. Perdimos la cuenta de los intentos. Las pruebas. Los grupos de contraste. El estudio de los resultados en animales. Cada temporada, ilusionantes datos servían de heraldos a la frustración. Ya ni siquiera quedábamos hechos unos guiñapos. A la mayoría, la experiencia ya nos advertía de que nada miente más que la esperanza. Nuestro Fundador lo dejó escrito.

“La esperanza es la ramera del futuro. Repite aquello que deseas escuchar hasta que te despiertas en su lecho y has de pagar el precio. Eso es la esperanza. Te acuestas con una geisha y amaneces con una sacristana flaca y desdentada que lleva una fusta en la mano. Tal sacristana es el presente. La realidad. Huid de la esperanza y tampoco os azotará la amarga sacristana”.

Así sea. Gloria al Fundador.

Ante la imposibilidad de una cura médica, optaron por la terapia social. Aislamiento de los infectados. Incluso de los eventuales. Ciudades confinadas. Carreteras cortadas. Puertos ahogados. Aeródromos lastrados. Calles calladas. Aglomeraciones huecas. Masas solitarias. El resultado fue menor de lo previsto. He aquí las palabras del Fundador.

“Un hombre puede esconder la cabeza bajo el agua para no aspirar el aire que huele a podrido. ¿Cuánto podrá resistir? Si la peste no desaparece antes de que cuente doscientos, se verá obligado a sacar la nariz. O morirá. Lo he visto muchas veces: todos asoman la nariz. El confinamiento es lo mismo. Tarde o temprano, hay que respirar. Nadie prefiere asfixiarse a llenar los pulmones. Ocurre igual con las ciudades”.

Así sea. Gloria al Fundador.

Por eso recurrieron a una vieja botica. El código de las escarapelas. Los posibles infectados, susceptibles de incubar la enfermedad por proximidad a apestados indudables, debían salir a la calle, a sus puestos de trabajo y donde debieran acudir, con una escarapela amarilla prendida del pecho, en la parte de fuera de la prenda más externa que vistieran. El resto podríamos así, actuar en consecuencia. Se habilitaron zonas de transporte público, cines, bares y áreas de labor, incluso empleos específicos, reservadas para escarapelas amarillas.

La razón aún se oculta en el misterio, pero hay quienes apenas sufren los síntomas de la enfermedad. Por eso los infectados no invalidados estaban obligados a portar escarapelas rojas, cuyos espacios se encontraban mucho más restringidos. Los curados, con escarapelas rosas durante un año revisable, podían circular y acudir libremente a todas partes; eso sí, como por ensalmo, les envolvía un continuo vacío circular de más de dos metros de radio, limitado por rostros tangentes de gesto aterrorizado.

Nacieron los clubs reservados para personas no infectadas, los puros. Y otros para amarillos. Y para rojos. También para rosas. Los amarillos luchaban por recuperar su estatus de puros; los rojos soñaban con volverse rosas; y los rosas aspiraban al olvido.

Hubo puros que iniciaron el hábito de pasear portando una vara de metro y medio para distanciarse del resto con seguridad matemática al conversar. Las marcas de lujo lanzaron sus propios diseños de estas varas en distintos materiales. Eran seres orgullosos, firmes defensores de la segregación sanitaria. Ilusos. Ignorantes, según el Fundador.

“El sentimiento de invulnerabilidad no es más que una manifestación del desconocimiento. Quien haya vivido el amor se sabrá vulnerable. Como quien haya vivido la muerte. La vulnerabilidad nos transforma en humildes. Los puros solo ignoran su verdadera condición. Saquémosles de ese error”.

Así sea. Gloria al Fundador.

El establecimiento del test diario obligatorio, cuyo resultado debía portar todo el mundo junto al carnet de identidad, cumplió la profecía del Fundador. Alguien que amanecía puro podía desayunar transformado en un rojo que anhelaba volverse rosa. De repente, sin saber por qué, se encontraba al otro lado de su costosa vara de metro y medio. O arrinconado en la peor esquina acotada de una sucia taberna para amarillos. Insultado al acercarse a su barrio. Apedreado por niños blancos. Insultado por las ancianas.

La natural condición humana tardó poco en generar su mercado negro de resultados negativos del test. Letal. Y muy provechoso. Era preciso un test falso cada jornada para continuar viviendo como un puro. Con su precio, su fabricante, su mensajero, su punto de encuentro. Pronto se consolidó como uno de los grandes negocios del momento. Nadie miraba la escarapela de quienes falsificaban los test, ni de quienes menudeaban con el género. Los propios falsos puros fueron quienes más extendieron la contaminación.

“No existe reptil más despreciable bajo la luz del sol o el resplandor de la luna que un falso puro. Infecta a quienes antes fueron sus iguales y desprecia a quienes los son ahora. Merecen la ignominia y una escarapela negra”. Son palabras del Fundador.

Así sea. Gloria al Fundador.

Los señalados por la escarapela negra, tatuada en la frente, habían acreditado delitos como escamotear la comida de la comunidad, atesorar agua potable, o practicar el acopio de medicinas. Tenían prohibido acercarse a cualquier otros ser humano a menos de diez metros bajo pena de descoyuntamiento y exposición pública. Terminaban enloqueciendo. O desaparecían.

Nosotros, los seguidores del Fundador, luchamos desde hace generaciones por mejorar este mundo. Queremos un universo de personas iguales. Sin escarapelas. No conocemos cómo terminar con el virus. Pero, en cambio, sí el modo de acabar con las marcas. Por eso extendemos la contaminación.

Cuando todos estemos infectados se terminarán los agravios.

Así sea. Gloria al Fundador.