Odio el espejo. Y los charcos en las noches de luna llena. Los escaparates me producen pavor. Me compro ropa sin llegar a probármela. Mamá no lo entiende. Pero me da igual que la manga quede un poco más larga o corta, que el talle me apriete o se descuelgue. Da lo mismo.

La peluquería es lo peor. Debo pasar por esa cámara de tortura tres o cuatro veces al año. Mamá me obliga. “Hazte algo, chica. Siempre con esa melena lacia. Ya me gustaría a mi tener tu pelazo, con ese brillo. Prueba a quitarte el flequillo. Que se te vea la cara. Hazte eso que se lleva en Francia, a capas, una melenita por encima del hombro. Con la espalda que tu tienes y ese cuello. ¡O una permanente! Sí, con volumen. ¿Unas mechas rubias, qué? ¿No lo has pensado?”. “Si, mamá, a menudo, pero no me convence”.

Mi melena me protege. Cómo se lo explico a mamá. Hago que el cabello me cubra el rostro. Como una cortina. Y así puedo bailar. Con la música a tope. Salto de un lado a otro en mi habitación, con el mundo convertido en una cascada de pelo. Aunque no me agrade cómo huele. Si no me pongo ese suavizante dulzón cada vez que me ducho, mamá se enfada y me grita frases sobre puntas rotas y nudos.

Todo se vuelve aún más doloroso cuando toca una celebración familiar. Me disfrazan como al resto. Aguanto decenas de preguntas estúpidas para las que no consigo respuesta. Siempre se trata de algún banquete en el que el tío Marcos bebe demasiado y encadena un chiste cruel tras otro. Luego, papá canta unas rancheras con una cuchara en la mano haciendo de micrófono. Me pregunto si mis primos sufren tanto como yo. Por la tristeza y el aburrimiento que se adivina en sus miradas diría que sí.

La semana después de una de esas fiestas, el instituto me parece menos terrible. Sé que me llaman La Palo. Es mi apodo desde que cumplí los once años. Siento que algunos profesores disfrutan al hacerme subir a la tarima; cruzan apuestas sobre el momento en el que me bloquearé al exponer el tema. Me sucedió con El arte manierista, La Sociedad de Naciones, Seres unicelulares, La música barroca y unos cuantos más. De repente, no puedo pronunciar una sola palabra. Así de sencillo. Las ideas aparecen claras y perfectamente encadenadas en mi mente, pero la lengua no responde, los labios se quedan pegados. Sudo por las palmas de las manos. Mojo la camiseta. Y me cubro la cara con la melena. Permanezco de este modo, en silencio, hasta que me ordenan regresar al pupitre entre risas contenidas y pitidos de los móviles.

Alguien podría pensar que el resto del aula me hace mobbing; no, soy yo quien huye de relacionarse con los demás. A ellos no les preocupa. Cada cual habita su propio universo, más o menos extraño, concienzudamente desordenado o de una brutal rigidez. Como piezas de un puzzle vivo, buscan con desesperación dónde encajar. Lo percibo. Basta con explorar el interior de sus ojos para sentirlo. Eso resulta fácil para mí.

Únicamente soy realmente feliz cuando corro. Fue a los seis años cuando me di cuenta por primera vez. En una horrible fiesta familiar. Quise huir. Y corrí por un jardín inmenso de primavera, a la sombra de los magnolios. La carrera bordeando el interior del tapial me devolvió al punto exacto de partida. A aquel jolgorio de jaula del zoo al que acaban de arrojar la comida. Pero durante la carrera estaba yo. Nadie más. Podía escuchar el gemido del aire fresco entrando por la nariz, los latidos del corazón, el impacto alterno de mis pies contra el suelo, la piel húmeda de los brazos rozando contra los costados. Desde aquella fecha he perseguido esas sensaciones.

Cuando troto, cuando me estabilizo en el ritmo bueno, cuando las pulsaciones tamborilean exactas, es como si mi mente se abriera. Puedo pensar con claridad, lejos de las angustias. Podría dar el tema La química del carbono sin atorarme. Del tirón. Río al imaginar al Canica resoplando junto a mí, puntuando la exposición. Pobre Canica. Depende del día, pienso en la Chata, o el Tantarantán, perdiendo el resuello a mi lado.

Me mantengo en ese estado una hora al día. Me cura. Me carga la pila. Me permite hacer frente a lo que vendrá hasta la noche. Cuando corro, consigo un equilibrio particular. Cierta sintonía con el giro de la Tierra. Jamás viene el viento en contra. Estiro mientras, poco a poco, el bienestar me abandona. Los latidos se esconden dentro del pecho. La piel se seca. El vendaval puede azotar desde cualquiera de los puntos cardinales. Y la vulnerabilidad me doblega. Como un demonio que se alimenta de mi energía. En el fondo, pienso que, al correr, ese demonio maldito queda atrás y conquisto unos minutos de libertad. Pero sé que no es cierto. Creo en La química del carbono.

Compito con el equipo del instituto para que la profesora de Educación Física me deje en paz. No deseo ganar carreras. Únicamente quiero correr. Me entierra bajo charlas de táctica y estrategia para cada prueba. No la escucho. Me basta con soltar la rienda de mis pasos y llenar los pulmones con aire al mismo ritmo. Estiro la zancada desde la cadera. Hasta los más memos aplauden a La Palo. Me voy por la cuerda de la pista sin que nadie me cace. No es consecuencia del planteamiento, es porque quiero sentirme a solas conmigo. Subo a los podios con la cabeza baja. Y acepto las medallas a regañadientes. Inmóvil. Ante el resto. Con las greñas cubriendo la nariz.

Cada noche es lo mismo. Camino hasta casa por calles sin lunas. Ceno lentamente. Doy las buenas noches. Entro a mi habitación. Un aterrador espejo de cuerpo entero domina el cuarto. La luz que penetra por las rendijas de la puerta basta para que obre su maldad. Me veo, a mi pesar, en la superficie del espejo. La Palo. Una adolescente, flaca y alta, coronada por una melena negra y larga. Poco más que una niña de piernas delgadas pero poderosas. La odio. Odio a La Palo, sus senos incipientes y ese belfo lampiño. Aborrezco lo que me devuelve el espejo.

Porque soy un tío. Un tío. ¿Nadie se da cuenta?