EL desierto enloquece a los hombres. Y exaspera a los dioses. Porque escapa de cualquier dimensión. Su extensión monótona devora las jornadas. Lo mismo que el espacio. Jamás posees lo suficiente de unas y otro cuando te enfrentas al erial polvoriento. Qué más da el agua del odre. Siempre se acabará. El desierto es sed hecha materia. Es tiempo molido. Es desesperación convertida en leguas.

Wilfredo de Argugnon contempló la inabarcable procesión de dunas que rodeaba su menguada mesnada. Quince caballeros templarios. Exhaustos. Las murallas de San Juan de Acre ni siquiera se adivinaban en el horizonte incierto. No conseguía recordar los días que habían cumplido huyendo de la horda infiel. El sol estaba enrojeciendo de ira antes de desaparecer engullido por aquel arenal impío. Tierra Santa la llamaban. Nada menos sagrado que aquel infinito reseco e inhumano. Se acercaba la noche heladora.

Todos echaban de menos el canto de los sapos y el ulular de las lechuzas. Hasta los ladridos encadenados de los perros. En aquel infierno solo se escuchaba el susurro metálico de la arena al deslizarse duna abajo y el silbido granulado del viento.

Con la cabeza apoyada en la silla de montar, Wilfredo se preguntaba los sueños de cuántos hombres habría atrapado aquel desierto. Le inquietó pensar que toda la materia del suelo podría ser una ciudad convertida en polvo: las casas, las iglesias, las murallas, los huesos, los platos, vasos y ollas. O podría convertirse en la mampostería con la que se levantara una aldea, un poblado o una villa. Inquieto, le doblegó el sueño.

Al amanecer, con aquella luz blanquecina, distinguieron la nube hacia el este. “Es la caballería infiel. No hemos conseguido despistarlos. Vienen hacia aquí”, musitó el nacido para gobernar el condado de Argugnon.

Aquellos malditos eran capaces de seguir un rastro en un lugar en el que las huellas resultaban tan efímeras como el vaho del aliento. ¿Cómo se puede permanecer sobre las pisadas de alguien en un lugar en el que no existía el paisaje y en el que hasta las propias colinas de arena mudaban su posición? Los cruzados no alcanzaban a comprender el misterio.

Durante largas marchas, ignoraban si en la dirección correcta o trazando círculos, habían logrado alejar a sus perseguidores. Pero, transcurridas dos o tres mañanas, la nube, y el trueno sordo y lejano de los cascos al trote, reaparecía por el este. Inexorablemente. Como una condena.

Al paso Los cruzados montaron cansinamente. Se dirigieron, al paso y en fila de uno, hacia donde debían situarse el oeste, el mar y San Juan de Acre. Habían olvidado la fecha en la que abandonaran Jerusalén y la misión que les animaba. El desierto no sólo les invadía la boca, la ropa y las fosas nasales, también les estaba secando el corazón. Las bestias cabeceaban haciendo sonar los herrajes con un tintineo que sonaba a la esquila de los malditos.

Wilfredo detuvo su caballo, un enorme frisón azabache permanentemente cubierto por un sudor resinoso. “¿Alguno sabe si vamos en la dirección correcta?”, preguntó. Más allá del silencio y las cabezas bajas, la nube de polvo crecía por el oriente. El murmullo de los cascos de los potros árabes se había convertido en una tormenta.

“No huiremos más. Todos los caminos conducen a la muerte. Hoy la alcanzaremos. Esperaremos aquí, en lo alto de esta duna, con el sol a la espalda. Cargaremos en cuanto los infieles se pongan a nuestra alcance. Dios nos dará la victoria o la gloria”, ordenó el de Argugnon.

Pie y rodilla en tierra Los quince templarios pusieron pie y rodilla en tierra. Oraron. Sin lágrimas ni estridencias. Con recogimiento. Bajo el astro abrasador. Se calaron guanteletes y yelmos. Ajustaron bridas. Tomaron el escudo largo en la siniestra. El viento empezó a acarrear palabras y relinchos de la tropa de Saladino. Montaron. A una distancia incierta, el frente de purasangres inquietos, con sus jinetes ataviados con chilabas de colores vivos, tocados con aquellos paños anudados en la cabeza y los alfanjes brillando en la mano.

Wilfredo ordenó la carga. Pendiente abajo por la enorme duna, cubiertos por el sol, los quince templarios galoparon. El frente infiel no se movió. Los caballeros tenían la impresión de que no acortaban la distancia. Los de Saladino permanecían allí, impávidos, a pesar de que parecía que podrían embestirlos de un momento a otro. No llegaba el choque. A pesar de que los purasangres no se movían, los templarios no conseguían acercarse en su carga suicida. Los caballos cristianos reventaron, los monjes cayeron tan agotados como sus monturas. Y ya no se incorporaron más.

Como media legua al sur, Saladino y su ejército observaron la maniobra de los quince templarios. Continuaron su marcha hacia San Juan de Acre. Sin alterarse. El desierto había vencido una vez más a los cruzados.

Los huesos de Wilfredo de Argugnon y su mesnada alimentaron las arenas. Se mezclaron con los restos de ciudades olvidadas, caravanas perdidas y rocas de la lejana África. Formaron parte de la argamasa con la que se levantaron chozas de aldeas futuras. Y volaron a lomos de los vientos que soplan hasta la China.

Aquellos hombres del oeste habían cargado contra un espejismo. El espejismo del ejército que les perseguía. El espejismo de lo que temían. Eso es lo que caracteriza a los hombres del oeste. Pero nadie puede doblegar a un espejismo. Ni al desierto. Saladino lo sabía desde niño.