La polémica está servida. El premio a la solidaridad fue a parar a manos de Ucrania (631 puntos), aupada al triunfo en Eurovisión por el tinte político del televoto, que le otorgó 439 puntos cuando el jurado solo le había concedido 192. Un controvertido reparto que relegó de la lucha por el triunfo a las dos mejores candidaturas del festival, Reino Unido (466) y España (459), que gracias al numerazo que se marcó Chanel conquistó un tercer puesto histórico que supone el mejor resultado desde la segunda plaza de Anabel Conde allá por 1995 e iguala aquel mismo podio del grupo Bravo en 1984.

Entre el público dispuesto a concederles el voto de gracia y lo que las casas de apuestas señalaban, con una diáfano favoritismo, pronto cundió el recelo de que el conflicto bélico provocaría que la victoria recayera en Kalush Orchestra, un grupo de rap que se formó en 2019 y que sustituyó a la participante original que logró el pasaporte en la preselección nacional, Alina Pash, que se retiró del concurso en febrero. RTVE ya se ha ofrecido a albergar la próxima edición si el país ucraniano no está en condiciones de poder hacerlo.

Stefania, un canto en homenaje a las madres ucranianas, era tan atrayente como atrapada quedaba en un mar de dudas sobre si era lo que en este certamen se entiende como una canción ganadora. No tardaron en salir a la palestra aquellos que se empeñan en azotar al festival bajo el argumento cliché de que todo ahí es política. Pues desde este sábado tienen un argumento más a su favor.

Cierto es que existe en todos los órdenes de la vida, empapados o enfangados por ella, y es que los gustos a veces no se mueven solo por sentimientos artísticos. ¿O acaso no es política airear un abanico y vestir una torera? ¿O cantar en una lengua autóctona? ¿O lanzar los necesarios y correspondientes mensajes en favor de los derechos LGTBIQ+? Pero la resolución deja un halo poco favorable a la credibilidad del mayor evento audiovisual del planeta música.

Los triunfos de 2004 con Ruslana y de Jamala en 2016 tienen ya un compañero de viaje en el palmarés, pero el más grande era ya poder estar compitiendo sobre ese escenario cuando la cabeza de sus integrantes, que vienen de ayudar a ras de suelo entre el estruendo de las bombas, estaba seguramente en otro rincón de Europa. De hecho, el comentarista de la televisión ucraniana retransmitió la gala desde un búnker.

El duelo era otro: el 'Chanelazo'

Pero el verdadero duelo, el musical, era otro. Si en 1968 hubiese existido la pantalla partida, Massiel y Cliff Richards habrían ocupado las 625 líneas de aquellos receptores en blanco y negro, con el inmortalizado y sorpresivo triunfo de quien inmortalizó el La, la, la. 53 años después, el Pala Alpitour de Turín mereció uno semejante entre dos países que, después de años, casi décadas, menospreciando la marca Eurovisión, renacieron después de que el año pasado se llevaran el rosco del público.

Con la misma terminación silábica que aquella otra protagonista, Chanel Terrero, la mami, la reina, la dura, una Bugatti, borró de un plumazo las miserias de RTVE en el festival y revolucionó a ritmo de su Slo Mo (A cámara lenta), poniendo en pie a un enloquecido pabellón entregado a su causa, gracias a la actuación que la representante española de origen cubano se marcó con un derroche de energía, realización, iluminación y producto notablemente fabricado para la ocasión, devolviendo la ilusión a esa numerosísima comunidad eurofán tan duramente castigada durante tan largo tiempo.

Hubo Chanelazo. Los nubarrones que surgieron en su discutida elección en el Benidorm Fest fueron abriendo paso a la esperanza con el paso de los meses gracias al empeño de quien es la verdadera protagonista de este cuento con final feliz. A sus 31 años, y con una dilatada experiencia en el mundo de los musicales, Chanel ha marcado un punto de inflexión seguramente también en lo personal.

Guste o no su propuesta y su letra, su variante de reguetón pop que obligaba a un sobresaliente dominio escénico encandiló desde los primeros ensayos en tierras italianas, y es que por vez primera desde tiempos inmemoriales España se plantaba en la sede del certamen con el producto cerrado, sin justificaciones o dejación de funciones ni promesas al viento. En el pañuelo de favoritas. Pol, Raquel, Ría, Exon y Josh, su cuerpo de baile, pusieron y echaron el resto para ofrecer una actuación de doce en un tema del que es coautor el gasteiztarra Leroy Sánchez. Los nombres del resto del equipo que empujaba la candidatura lo dicen todo: Kyle Hanagami (coreógrafo de Jennifer López y Britney Spears) y Rob Sinclair (director de iluminación de Kylie Minogue).

España recibió ocho doces y superó de una vez por todas el récord de 125 puntos que ostentaba Mocedades desde la época predemocrática. Solo cinco países se olvidaron de votarla. Los cambios en la delegación de la televisión pública y el impulso de la nueva forma de preselección han dado sus frutos, aunque por el camino a veces parezcan olvidar a aquellos medios especializados independientes que llevan años dedicados a reflotar, los 365 días del año y de forma altruista, uno de los mayores eventos del panorama audiovisual que TVE se empeñaba en socavar. Apenas hubo brotes verdes con David Civera (2001), Rosa López en 2002 y la generación triunfita, y con artistas como Pastora Soler (2012) y Ruth Lorenzo (2014), demostrando lo difícil que era y es incluso alcanzar el Top 10. El viento parece soplar en otra dirección.

Reino Unido resucita

La competencia llegaba de la BBC, afanada también en dilapidar su crédito cosechando sucesivos bottoms. Reino Unido, y el Space man de Sam Ryder (32 años), con esos guiños musicales a maestros como Freddie Mercury o Elthon John, nos elevó hasta el espacio, abandonando ese mundo del Tik Tok del que procede su abanderado, donde supera los 12 millones de seguidores, y transportándonos al buen gusto de uno de los mayores mercados musicales del mundo. Todo para convertir su composición en una especie de himno como lo consiguió en 1997 Katrina on the Waves con su Love shine a light.

Solo el masivo apoyo del público de la calle a Ucrania le separó de emularla. Ryder empezó a compartir versiones de canciones en la red social y saltó a la fama durante el confinamiento en 2020, y algunos de sus vídeos llamaron la atención de estrellas como Sia, Alicia Keys y Justin Bieber. Antes de centrarse en su sueño, su propia carrera musical en solitario, vivió en Hawái y fue propietario de una cafetería vegana. Ayer nos devoró el alma de forma carnívora con su balada épica en la que presume de voz y falsete, y que él mismo escribió junto a Max Wolfgang y Amy Wadge.

En la esperada terna de aspirantes presentó sus credenciales la perenne factoría sueca y su fábrica de schlaggers o baladas con identidad propia que surgen del Melodifestivalen. Cuarta fue Cornelia Jakobs (438 puntos), con un carisma fuera de serie, que pugnaba para que Suecia lograra atrapar en el palmarés a Irlanda, con siete entorchados, y recoger el testigo que dejó en 2015 Mans Zelmerlow. Como en su época Sandie Shaw o Remedios Amaya, descalza, además de intencionadamente despeinada y cantándonos una oda de resignación ante el amor expirado, nos pedía un fuerte abrazo con su Hold me closer, y nos fundimos en él.

Aquella chica del grupo Love Generation ha madurado y con su crecimiento Cornelia nos permitió disfrutar de una balada sin costuras ni grandes artificios, pese a los quebraderos de cabeza que la organización de la RAI le deparó en los ensayos. Un espejo móvil y un golpe de melena bastaron a su voz rasgada, que en ocasiones nos recuerda a Bonnie Tayler, para engrosar la nómina de heroinas nórdicas ligadas ya para siempre al género eurovisivo.

Ninguna de estas candidaturas lo tenía fácil porque enfrente estaba el anfitrión. Italia, con Mahmood (segundo en 2019) y Blanco, vencedores absolutos hace pocos meses en el mítico San Remo, que buscaban prolongar las excelentes notas que el país transalpino viene cosechando desde que decidió regresar a Eurovisión en 2011, flirteando a menudo con el cetro que en Róterdam, hace ahora un año, sí que alzó la banda de rock Maneskin, ante una gran competencia, para reeditar los éxitos de 1964 (Gigliola Cinquetti) y 1990 (Toto Cutugno). El dúo nos produjo el escalofrío que da nombre a su tema, Brividi, emocionando al respetable allí presente y a su legión de seguidores, y sin llevarse el gato al agua al acabar sextos (268 votos), pero sí que pudieron al menos romper la maldición que persigue a quienes organizan el festival tras haberlo ganado.

Caos organizativo

Quién sabe si no les penalizó el desastre organizativo que desde que arrancaron las pruebas ha provocado la RAI, con el plácet o mirada esquiva de la UER: desde un escenario donde las piezas principales no funcioban, el famoso sol cinético que dejó de girar el primer día para los participantes arruinando numerosas escenografías, y una escaleta de galas donde ha faltado ingenio y profesionalidad, con unos interval de baja calidad, un orden de actuación desacertado y una pléyade de fallos en cadena que solo ha podido salvar la presencia como maestra de ceremonias de la siempre espontánea Laura Pausini, acompañada por Mika y Alessandro Cattelan.

Le superó Serbia, quinta con 312 puntos: Konstrakta (In corpore sano), con rostro pétreo y lavándose las manos ante su séquito de sacerdotes hizo un alegato por la salud mental en tanto que en su país no está cubierta por la sanida pública, y que amasó votos de toda la zona balcánica a la que representaba en solitario. De hecho, fueron empujados por el televoto al igual que Modalvia, séptima con 253 puntos, con la bulliciosa entrega de fusión folk de los eternos moldavos Zdob eti Zdub & Advahov Brothers (Trenuleul), Completaron el Top 10 la griega Amanda Tenfjord (Die Together, 215 puntos) alzándose sobre un cementerio de sillas desvenzijadas; la minimalista Saudade, saudade de la portuguesa Maro (207) y la mascarada de los lobos noruegos amarillos de Subwoolfer y su cómica Give That Wolf A Banana (182).

Cerraron la tabla la electrónica contagiosa de los checos We Are Domi (Lights off) que abrió la gala (38 puntos); el country-folk de las hermanas islandesas Systur (Me hkkandi sól), con 20 puntos; los franceses Alvan & Ahez (Fulenn) cantando en bretón (17 puntos) y el entregado alemán Malik Harris (Rockstars) El Big 5, por arriba y por abajo.

Completaron la lista de participantes el renombrado grupo de rock finlandés The Rasmus (Jezebel), propuesta teñida de amarillo en la que su vocalista, Lauri Ylönen, empezó emulando al payaso fantasmal de It y acabó descamisado; el polaco Ochman, de voz portentosa con la catártica River que recordaba a la ganadora de 2019; el velo enjoyado del australiano Sheldon Riley (Not The Same); la calidad interpretativa del azerí Nadir (Fade to back); la casa de papel de la armenia Rosa Lin (Snap); el country-pop bailable del estonio Stefan (Hope, con fondo del desierto almeriense); el puntazo latino y kitsch del rumano WRS, con su estribillo en español diciendo Llámame (concretamente, Hola, mi bebebé / Llámame, llámame, llamamé); el r&b un poco Justin Timberlake del belga Jérémie Makiese (Miss You); el elegante toque de jazz afrancesado de la lituana Monika Liu (Sentimentai); el canto a la fragilidad masculina del crooner suizo Marius Bear (Boys Do Cry); o la emoción de la holandesa S10, quien cantando en neerlandés reprimió las lágrimas con su De Diepte.

A todos ellos: ¡Aguaaaaaa! ¡Hubo Chanelazo! Aunque ganó... el contexo político en Europa.