En los cuatro primeros meses de la temporada, el Athletic ha puesto las bases para poder cumplir los objetivos marcados. Las posiciones que ocupa a día de hoy, tanto en LaLiga como en la Europa League, no admiten otra lectura. Lo que está haciendo sigue la estela de cuanto se vivió durante el curso anterior, rematado con la quinta posición en el torneo de la regularidad y el título de Copa. Por la forma en que se expresa en los partidos, se diría que le ha cogido el gusto al éxito y por nada del mundo quiere apearse del pedestal que construyó con su esfuerzo.
La clave se sintetiza en una cuestión muy simple y a la vez complicada de plasmar: se lo ha creído. Después de atravesar, con pena y sin gloria alguna, un largo período presidido por la indefinición, que se tradujo en un encadenado de frustraciones, con clasificaciones insuficientes y finales perdidas, el año pasado dio un salto cualitativo. Aprendió a ser regular, fiable, acertó a equilibrar su juego a fin de responder defensivamente y multiplicar su producción en ataque. En suma, aprendió a ser competitivo. Lo que antes no era porque iba muy justo de autoestima, no contaba con los mimbres adecuados y tampoco con un plan a su medida.
Una paulatina renovación de la plantilla que llevó su tiempo, el crecimiento y encaje de varios elementos jóvenes y una pauta de funcionamiento que se adaptaba a las virtudes del grupo, posibilitaron la transformación. Un nuevo enfoque futbolístico que desplegó antes del verano y ha continuado puliendo después. La particularidad del proceso estriba en que los profesionales que acuden a diario a Lezama han interiorizado su validez. Así se explica que hayan asimilado con normalidad la exigencia extra que esconde la presente campaña.
El temor a lo desconocido, en este caso a compaginar dos frentes, los más duros por número de compromisos y por la obligación de jugar con escasos márgenes de recuperación entre cita y cita, se ha desvanecido a las primeras de cambio. Todavía es pronto para extraer conclusiones, no conviene excederse en las apreciaciones o realizar predicciones con más de la mitad de los partidos por disputarse, pero estamos asistiendo a un fenómeno que no parece vaya a ser pasajero.
Esa autoestima a la que antes se aludía como un factor que, por defecto, lastraba al equipo, se ha convertido en el auténtico motor del grupo dirigido por Valverde. Cuando se alude a la ambición, al inconformismo o la generosidad de los jugadores, nos remitimos directamente a la autoestima. Sí, se lo han creído y no lo disimulan. Al contrario, han hecho de su fidelidad a una idea el resorte perfecto para acumular victorias. Y paso a paso han obtenido el reconocimiento explícito de los rivales.
El Athletic se está garantizado el respeto que se les debe a los conjuntos que realizan bien su trabajo y no se relajan. Insisten en contrastar sus argumentos con quien sea, sin complejos, con fe. Habrá tardes que saldrán torcidas, duelos donde el balón les negará su complicidad, noches en que la tralla se dejará sentir en piernas y pulmones; quizás la fortuna que habitualmente es cómplice de los valientes les sea esquiva o se topen con un adversario más inspirado. Claro, estaría bueno que así no fuera. En ocasiones hasta se agradece un contratiempo en el marcador, más que nada por atenuar esa euforia que se ha instalado en el entorno. Nadie está a salvo de sufrir un tropiezo, aunque a estas horas cueste pensar en algo así. Cuando suceda, el equipo tendrá un motivo más para tirar hacia adelante.