Los de Google se creen muy listos cuando te mandan al móvil una foto de una barbacoa que hiciste hace diez años o de la criatura cuando aún no te fulminaba con su mirada adolescente al enfocarla. Pero eso de rescatar recuerdos, que lo sepan, ya lo hacían antes que ellos los cerebros. El mío, sin ir más lejos, me devolvió ayer la imagen del vendedor de la tienda de chuches que, siendo una niña, me limpió con un trapo el moho de un regaliz negro antes de vendérmelo. Aquí sigo, así que parece que le puso empeño. Tirando de esa bobina asomó aquella costumbre de pegar los chicles bajo el pupitre -a veces había varios, ¡puaj!- o esas lonchas que se te caían del bocata y cogías con las manos sucias sin que te persiguieran con las toallitas húmedas. Con el conocimiento empírico de que lo que no mata engorda, no le hacías asco al katxi de no se sabe qué que te ofrecía un tipo con cresta que decía ser amigo de no sé sabe quién. Como para trazar los virus. Si te lo cruzaras hoy, no pararías de correr hasta salir de la zona de bajas emisiones. Eso en el apartado higiénico sanitario, porque en el de riesgos vitales rememoras esas cuestas abajo empedradas en bici y sin frenos, gastando suela de la chancla, esos tres en una moto por la cuneta del pueblo sin casco, supongo que también sin carné, o esa hiperpoblación en los asientos de atrás del coche. Pues sí que nos la jugábamos, piensas. Hasta que oyes la última tragedia del último cayuco y te sientes un pringado.