estas alturas de la novela, los vascos nos dividimos entre los que han recibido ya una o las dos dosis de la vacuna y los que vemos cada vez más cerca el momento. Se han vencido las reticencias y hasta hay ansiedad por recibir el pinchazo, llegar a la página final del libro y cerrarlo para siempre. Son demasiados meses arrastrando por la calle la pesada carga de una crisis sanitaria que se ha cobrado demasiadas vidas y la libertad de todos. Hay que acabar con esto sea como sea y recuperar el pulso habitual, superando en algunos casos el miedo o el rechazo ideológico a la vacunación. Por eso no es de extrañar que la apertura perimetral de las ciudades o el fin del toque de queda fuera recibido ayer con el entusiasmo de la celebración del fin de la Segunda Guerra Mundial en Times Square o con la alegría que desborda Pozas tras un éxito del Athletic, desenfreno en la calle. Junto a los que bailaron en las plazas, se abrió la frontera y sentimos un deseo irrefrenable de ir a la playa o al monte. Y se supone que los que viven al borde del mar o en las faldas del Gorbea salieron en masa hacia la capital. Como si cambiar de escenario ayudara a llegar a la ansiada normalidad. Como si un presidente de gobierno o un juez tuvieran capacidad para detener una pandemia y pudieran decretar que los ciudadanos dejen de estar alarmados, preocupados, en alerta para evitar el contagio. Desgraciadamente, lo único que ha cambiado es que a partir de ahora la responsabilidad individual será todavía más importante.